«Rosebud»

Descubrimos hace horas no más la resolución de un misterio mayor. La incógnita que ocupó un considerable espacio en nuestros devaneos. En el tuyo, amante de «El ciudadano».

¿Qué es «Rosebud» esa palabra que Kane escupe con el aliento del final? Según Gary Graver, titular del Instituto Orson Welles de Cine y compañero de ruta del director, es el apodo que William Randolph Hearst, un importante empresario periodístico norteamericano, le había puesto al sexo de su amante, la actriz Marion Davies. «Rosebud» es el recuerdo de la pasión, la última postal de una larga vida que atraviesa los ojos de un ser moribundo.

Bueno, aquí está, cinéfilos empedernidos que no han hecho sino especular todos estos años, ya pueden irse tranquilos a casa…

¿Y qué esperaban? ¿La clave para conseguir un millón de dólares? ¿Que la palabra represente una imagen de su infancia cuando Kane era un chico y jugaba en su trineo? ¿Una voz de ultratumba destinada de revelar el fin de los tiempos?

«Rosebud» fue la sensación que el poderoso personaje de Welles quiso llevarse a su tumba. La única. Así de humano era, así de espirituales somos. La célebre incógnita es un homenaje al placer, un poema tangencial pero suficiente a esto de pasar los días camino a la muerte. Porque para qué negarlo si ese es el destino de todos en esta fiesta. En 150 años ninguno de los que hoy vivimos, vivirá mañana. ¿Y qué nos llevaríamos al universo siguiente (si lo hay) si la billetera fuera pequeña y no hubiera espacio más que para una palabra antes de partir al Infierno o al Paraíso?

Dinero. Un disco de los Beatles. Un beso de la primera chica, del primer chico. Un vaso de cerveza. El diario de mañana aún sin editar. La telenovela de la tarde. Una receta de cocina. La mejor mentira de tu marido. El sueño de nuestro hijo. El gol de Maradona a los ingleses. El eco en la cordillera. ¿Qué te llevarías si hubiera espacio para una miga de pan? Kane se llevó a «Rosebud». ¿Qué se habrá llevado Cristo? ¿Qué Marilyn? ¿Qué Lennon? ¿Qué Pizarnik? ¿Qué Borges?

Otros nos llevaríamos también «el ojo que mira al magma» del que habla Luis Alberto Spinetta en su disco «Téster de violencia». El centro del universo, el verdadero poder de esta humanidad machista y descarnada. Nuestro principio. ¿Por qué no habría de acompañarnos en el último aliento?

Cuando la sangre cruje. Cuando la soledad es mala compañera. Cuando la obsesión nos quema. Cuando somos uno pero repartido en mil pedazos. Cuando es tarde o demasiado temprano. Allí nos enteramos: somos humanos, breves, finitos como el hilo que atraviesa un botón. No dominamos el mar. Ni el sentido del universo ni el tacto de nuestros dedos. Sin Dios, sin demonios, vamos detrás de una respuesta y el cantero de las ilusiones está vacío. Nuestra vanidad se hace trizas. Rezamos. Moribundos o cansados nos acordamos de lo que más queríamos: amar y que nos amen. Que alguien nos deje un espacio en su corazón. La bola de cristal caerá de nuestras manos ¿Pensaremos en «Rosebud»?

Tal vez no nos falte el valor para hacerlo.

Claudio Andrade


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