Rosita Quiroga: de lo criollo al arrabal

Por Mabel Bellucci

Algún admirador anónimo (como acostumbran ser los admiradores) la habría llamado “La Piaf Porteña” o “El Gorrión de Buenos Aires”. Simbolizó a esta ciudad de igual manera que ese desolado obelisco blanco que mira a contraluz la calle Corrientes.

Simpática, criolla y cayengue, al compás de su voz bailaron generaciones de jóvenes y viejos porteños. Julio Cortázar, en un inhóspito invierno parisino de 1972, le escribió un relato agradeciéndole “por haber llenado mi juventud y mi corazón con sus tangos”.

Nació casi con el siglo. Exactamente el l5 de enero de 1901. Sus orígenes, pobres y de mucho yugo. Vivió su infancia en una casilla boquense de cinc y madera asentada sobre pilotes debido a las constantes inundaciones que azotan a esa pequeña república de Buenos Aires. Su padre -dueño de una tropa de carros carboneros- la impulsó a cantar cifras y milongas camperas. Ya a los siete años, vestida de gaucho y tomada de la mano de Juan de Dios Filiberto, fue perfilando ese dejo inconfundible. “Comencé a trabajar y a cantar desde muy chica. Pero todavía no había elegido el tango, era una mala palabra y más para una mujer. Entonces interpretaba el sentir criollo, melodías sureras. Lo primero que canté fue ‘La loca de Béquelo’,” relató Rosita en la vieja revista Antena en 1950.

Aprendió a rasgar la guitarra con Juan de Dios Filiberto. Fue por tonos no por música, para acompañarlo en las milonguitas, los estilos y valses criollos. La llamaban para animar las fiestas más encumbradas de La Boca. Y allí se la veía en casamientos, compromisos, bautismos y colegios del barrio. Estimulada por los aplausos se puso a cantar firme y puesta a elegir estilos de música popular, como porteña de pura cepa y ciudadana de la Vuelta de Rocha, optó por el tango. Pero no fue el tango de salón, el familiar sino aquel que no era conocido por esa pequeña burguesía suburbana y el que la gente de trazo grueso llamó arrabalero. El único que filtraba el dolor del pobre sobre pilchas viejas, el del lamento proletario y protesta del arrabal.

Corrían los años ’14. Existían fuertes rumores de guerra en la Europa imperial. En esos momentos, tallaba con garra en la canción popular: Linda Thelma, Flora Gobbi, Pepita Avellaneda. Fue entonces que Rosita Quiroga comenzó a actuar como estilista, con su voz pastosa, de tono afónico y con la peculiaridad de las eses asordinadas y el gracejo chamuyado a lo reo. Rápidamente saltó a la primera grabación discográfica a pedido de un familiar del presidente Roque Sáenz Peña. Y así, sin darse casi cuenta, grabó en forma ininterrumpida, sumando éxitos espectaculares. No obstante, su carrera estuvo limitada por su extremada timidez y el temor que le provocaba enfrentarse al público (como acostumbraban ser las divas del cine mudo). De allí que sus actuaciones en teatro fueron tan esporádicas. “Debuté en el Empire Teatro en 1923 y al ver a la gente tuve miedo -sigue recordando Rosita a la revista Antena-. Experimenté la sensación de que me estaba ahogando, se me olvidó la letra y fracasé. Desde ese entonces no he vuelto a repetir la tentativa. Por eso siempre elijo los estudios de grabaciones o la radiofonía”.

A partir del ’20 comenzó su amistad con el dúo Gardel- Razzano. También con el poeta Celedonio Flores, quien le compuso “Nunca es Tarde” con el cual obtuvo su gran fama entre esas multitudes que buscaban un refugio de ocio en el estilo desmesurado de la poesía ciudadana.

Fue la primera cancionista que introdujo el tango arrabalero en esa mítica elite porteña que tiraba manteca al techo y se llevaba a Europa sus vacas pampeanas para tomar leche fresca y no olvidarse de la patria.

También tuvo otros logros. A Agustín Magaldi lo impulsó a grabar y ya que él no se animaba, le propuso constituirse en dúo.

Sus éxitos se fueron multiplicando. Incursionó básicamente en el tango, la milonga y el valsecito criollo. Algunos insuperables como “Maula”, “Viejo Coche”, “Puente Alsina”, “Audacia”, “Carta Brava” o “Julián”. Pero el que le otorgó esa glorificación a la que nunca más renunciaría fue “De mi barrio”. Tango que por cierto Eva Perón escuchaba una y más veces en un proceso de transferencia sin necesidad de que medie ningún diván.

1948 fue un año clave: decidió de manera terminante su the end artístico. Primero dejó los escenarios y más tarde el estudio de grabación. Estaba convencida de que debía retirarse a tiempo. Murió el 16 de setiembre de 1984. Por la ofuscación de recuperar la democracia, el país olvidó de que estaba perdiendo una leyenda.


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