Savater: Memoria del «irreverente» 9-8-03

«Mi vecino volteriano»

El psiquiatra Guillermo Vidal dice que el Homo sapiens es una rara especie de salmónido. «Una especie -anota- extraña, que salta de las determinaciones del código genético a las aventuras de la libertad, que se aviene con pasión a vivir en un equilibrio inestable, temible, a la vez que atractivo, incierto siempre». En fin, como los salmones, un nadar y nadar contra la corriente. Ese es el cauce que el filósofo vasco Fernando Savater definió para su vida de pensador. Se plantó en filosofía acicateado más por las preguntas que por creer que desde ese sitio de reflexión podría condensar un recetario de respuestas. Y así, desde la cátedra y la militancia en favor de la vida y la libertad, fue descarnando la filosofía del halo de distancia que para el común de los mortales suele estar rodeada. -¡Cuánta filosofía suelta hay en estos bares!- sentenció hace ya varios años Fernando Savater mientras junto a dos periodistas argentinos caminaba por nuestra española avenida de Mayo. Porque Fernando Savater le quitó a la filosofía la coraza de saber únicamente habilitado para el claustro o la soledad torturante de un ser individual. Le restó a la filosofía la solapa de inmortal sabiduría. Le redujo a polvo su prosapia de inefable. Le deshizo sus eventuales aires de reflexión totalizadora y excluyente. «La figura más opuesta al filósofo porque es la lejana a la sinceridad, es la del clérigo, que habla en nombre de lo inefable y ofrece como último argumento la sumisión al Enigma», apunta Fernando Savater en su «Diccionario Filosófico». Y porque la actitud filosófica es incompatible con lo inefable es que Fernando Savater no reniega, como otros intelectuales españoles, de definirla en términos de José Ortega y Gasset. «La filosofía es, antes, filosofar, y filosofar es, indiscutiblemente, vivir; como lo es correr, enamorarse, jugar al golf, indignarse en política y ser dama de sociedad. Son modos y formas de vivir», sostiene ese hombre tan de idas y vueltas que fue el autor de «La rebelión de las masas». Y a diferencia de legiones de pensadores, Savater -se escribió en estas páginas en junio del «99- no llegó a la filosofía alentado por la peregrina e imbécil aspiración de ponerle cerebro al planeta. «No se derrumba psíquicamente ni deja de bañarse todos los días porque el mundo avance destartalado. No esquiva cantidades de alcohol propias de cosacos del Don porque el hígado cruja», se escribió en aquel junio. Debió acotarse que Savater tampoco encuentra ninguna contradicción entre la pasión que siente por las carreras de caballos y bordear la timba en ese escenario y la reflexión que da sentido a la filosofía. Tanta pasión por los burros, que hace cuatro años publicó «A caballo entre milenios», una larga confesión sobre el gozo que le brindan los pingos. Casi 380 páginas que arrancan abrevando en Carlos Gardel y Leguisamo y se extienden a los derbies más exóticos. A confesión de parte, relevo de pruebas. Confiesa Fernando Savater: «Me enamoré para siempre de las carreras de caballos en una época muy temprana: creo que no he cogido verdadero gusto a nada a partir de los 15 años, exceptuando el sabor del whisky. El olor a hierba mojada, la bosta equina, a cuero… el tamborileo afelpado por el césped de los galopes, los rumores o vociferaciones excitadas del gentío… la sólida galanura de los cuadrúpedos y el colorido de las chaquetillas de los jinetes, el revoleo combativo de las fustas en la recta final… la emoción, la incertidumbre de aquello que está pasando entonces, precisamente entonces y nunca más… me embrujaron definitivamente». Y ahora, en plena carrera por la vida y sobrellevando que su frontal oposición a la violencia de ETA le implique ser uno de los 42.000 españoles encorsetados por custodias personales y luego de varias docenas de libros a cuestas, Fernando Savater tira al ruedo «Mira por dónde, autobiografía razonada» (Editorial Taurus). Y en el arranque estampa a Jorge Luis Borges en aquello de «Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia como si ésta ya fuera ceniza en la memoria…» Luego, Fernando Savater nos mete en su vida con ritmo, ironía, formidables dosis de ironía a modo de estilete y en un solo acto, una visión de la vida y un estimulante desprejuicio. Y sobrevolando, el talento, para colocarnos desde su espejo a todos ante nuestro propio espejo. «Los seres humanos no sólo somos conscientes, sino que también tenemos conciencia de ser conscientes», escribe Fernando Savater en un tramo de su biografía. Con esta reflexión Savater nos arroja la pesada carga de tener que ser irremediablemente responsables de nosotros mismos; estamos obligados a pensar, a elegir y hacernos cargo. Por lo menos, desde el territorio de la adultez, ese espacio que según él mismo es «el de la invasión de lo obligatorio». El tono de sus palabras tomadas fuera de lo que es todo su contexto vital podría llevarnos al engaño de creer que estamos frente a un estoico al modo de los filósofos griegos discípulos de Zenón, que desde el pórtico de Atenas clamaban por la ética como objetivo primordial de la vida. Etica sólo alcanzable, decían esos filósofos, desde el «estoicismo» que implica la imperturbabilidad del ánimo para enfrentar el siempre doloroso destino. Pero este maestro de ética inmediatamente nos aleja de toda solemnidad diciendo que «si hay algo que no quisiera parecer nunca, es respetable», desafiándonos a despojarnos del cómodo ropaje de lo convencional. Y en esto predica con el ejemplo. Y entonces, sincero, acota: «Los profesores de ética rara vez resultamos ser ejemplos de ella, pero por sobre todo nunca debemos ser guardianes de los prejuicios». Savater se posiciona desde un lugar que no es el de «la Nación» como dadora de identidad. «Creo que el mestizaje y el desarraigo, lejos de ser lamentables perturbaciones a remediar, constituyen perspectivas privilegiadas para comprender la condición humana». Para él, su condición de persona surgiría de ser «fruto de múltiples orígenes», sean éstos referidos a lo geográfico, étnico o cultural. Esto lo carga con la pérdida de una seguridad temprana necesaria para muchos que es la de pertenecer a un lugar, a una familia, a un espacio de poder en el cual sentirse cómodo y protegido; quizás de allí se pueda conjeturar que surgen sus narrados terrores nocturnos. Miedos de la niñez de luz y radio prendidas para amortiguar la noche, la enuresis y el temor a la pérdida, la muerte familiar o la propia; el temor al final fue quizás el preludio de esa vida en transición constante, desobedeciendo a su madre sermoneadora del «¡no leas, estudia!» Savater nos invita a leer. O a algo más: a leer todo, como la mejor forma de estudiar más allá de lo que los libros de texto nos transmitan. Y ya de grande, sigue teniéndole miedo a la soledad. «Me gusta optar por estar solo a ratos, pero no puedo soportar que me dejen solo» -reflexiona. Savater nos invita a vivir la vida con sentido positivo. A «aprobar antes que detestar» y haciendo un juego con sus palabras se puede decir que si hay algo a lo que invita es «a – probar» colocándose en un lugar de maestro o padre permisivo que si algo detesta es la cultura de la prohibición, la más de las veces sustentada en el pre-juicio, para incitarnos a la exploración del mundo de todas las formas posibles y señalándonos que lo apasionante es vivir viviendo, ya que «Por favor… la meta es el camino y se pierde quien llega demasiado pronto». Y siempre, inexorablemente siempre, en cada página o entrelíneas, pero siempre, la libertad como tema. Por momentos reflexionada desde o en las orillas de aquella sentencia de Ciorán que tanto sigue motivando a Fernando Savater: «La paradoja trágica de la libertad es que los únicos que la permiten no son capaces de garantizarla». La libertad como motor, como acción, como entrega noble en favor de la vida. Esa es la concepción de libertad con la que se mueve Fernando Savater a lo largo de su crocante y seductora biografía. Una larga confesión ajena a la petulancia del sentirse esencial a la hora de transferir experiencias. Una faena sincera. Con hilos argumentales vinculantes con el contenido de otro de sus libros, «El arte de vivir», largo reportaje que le formuló años atrás el periodista Juan Arias. – Durante muchos años se tuvo la idea de que a los hijos no había que negarles nada, porque de lo contrario los frustrabas en su libertad e iniciativa -le dijo Arias en un momento del diálogo. – Eso es como los profesores que dicen que con los alumnos no se puede. Con lo que no se puede es con los tigres de Bengala. Se puede mientras sea una persona razonable que no esté imponiendo lo absurdo. Y cuanto más pequeños, con mayor razón. Y con el tiempo, sin necesidad de estar con una vara en la mano, tú puedes tener una cierta autoridad, aunque lo que hace falta es que primero tengas también una autoridad sobre ti mismo -respondió Fernando Savater. Un Fernando Savater atrapante en el tramo de su biografía en el que aborda sus convencimientos, un capítulo cuyo título es definición terminante: «Adiós a Dios». Una acelerada reflexión que lo lleva a confesar ser profundamente crédulo… «embobado ante lo improbable, aunque nunca ante lo imposible, y he asentido con romántica vehemencia a lo maravilloso…» Pero ajeno a la demagogia, Fernando Savater sale al cruce de lo que denomina «supercherías eclesiales». Habla Fernando Savater: «Hace poco, tras una conferencia en la que me referí al tema religioso, intervino un clérigo que se excusó sin que nadie se lo solicitara, por los crímenes y abusos eclesiales a lo largo de la historia, para luego añadir muy ufano que si la Iglesia había sobrevivido tantos años a pesar de ellos, sin duda debía tener algún respaldo sobrenatural a su favor. No, padre, al revés: que una institución perdure a base de traiciones a su ideario, halagos a los poderosos, bendiciones de ejércitos e inversiones en paraísos fiscales, no tiene nada de prodigioso. Despiadadas y oportunistas, así se lo montan siempre las mafias: cuanto peores son, menos envejecen. Apelan al irredentismo humano, a lo supersticioso y lo cruel, bazas seguras. Pero si una comunidad de fieles que maldijese a los grandes y ayudase a los pequeños, sin jerarquías, practicando la comunidad de bienes y condenando por igual los apetitos de la carne y los del intelecto, hubiera logrado persistir más de dos mil años, ¡caramba, sería para empezar a creer en milagros! Afortunadamente para los escépticos y puede que desafortunadamente para la humanidad, tal cosa no ha ocurrido». En fin… «Mira por dónde» es en todo su largo una biografía que expresa una vida jugada sin temor a la duda, al manejo de ideas antitéticas y aceptando que -como propuso Bertrand Russell, alguien muy esencial en la conformación de Fernando Savater- «nada desafía tanto a un intelecto libre como la resistencia al debate». Y jugada en favor de la vida. Así la biografía de Fernando Savater es la biografía de una convicción: a la vida hay que gastarla. Incluso con métodos de salmónido, incluso como los salmónidos…

Luis Di Giácomo – Carlos Torrengo

«Mi vecino volteriano»


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