Según lo veo: La lógica de la calle
Cuando de la liga se trata, un equipo de fútbol puede ganar el título aun cuando haya perdido varios partidos. En cambio, en otros torneos una sola derrota bastará como para eliminarlo incluso si antes se anotó una larga serie de triunfos apabullantes y no perdiera más partidos en los meses siguientes. Por razones evidentes, en las democracias maduras los conflictos políticos se asemejan más a los partidos de una liga que a los de alguna que otra copa, puesto que la ciudadanía suele dar por descontado que hasta los gobiernos más exitosos perderán algunas batallas sin por eso verse obligados a renunciar; pero parecería que a juicio del ex presidente Néstor Kirchner y, es de suponer, de su esposa la presidenta la democracia argentina es demasiado joven como para permitirse tales lujos. A su entender, aquí la política es un juego de todo o nada en que cualquier derrota podría ser fatal. Se informa que luego de la votación en la Cámara Baja en que se ratificó una versión diluida de la ley de retenciones móviles Kirchner dijo: «Si perdíamos, nos teníamos que ir. El gobierno se caía». Según parece, imaginó que un revés parlamentario hubiera desatado una marejada incontenible de protestas en todo el país y que por lo tanto a Cristina no le hubiera quedado más alternativa que poner pies en polvorosa.
Ahora bien, de ser la Argentina un país en que para mantenerse en el poder un gobierno tendría que ganar siempre, de preferencia por un margen escandaloso, la gestión de Cristina terminará bien antes de los días finales del 2011. En los meses últimos su poder ha disminuido tanto que a menos que adopte un estilo más amable le aguardarán más reveses que triunfos. Les convendría tanto a ella como a su marido, pues, hacer un gran esfuerzo por acostumbrar a la gente a la idea de que la política no es forzosamente una contienda entre gladiadores, de los cuales sólo uno sobrevivirá al final, sino algo mucho más complicado en que es normal que a veces el gobierno de turno se resigne a abandonar iniciativas que podrían provocar la resistencia decidida de sectores poderosos. De aplicarse en Estados Unidos las reglas reivindicadas por Kirchner, ningún presidente lograría completar el período de cuatro años fijado por la Constitución de la superpotencia.
De resultas de su manejo del enfrentamiento con el campo, Cristina ya no podrá actuar como si fuera una dictadora elegida que, por haber conseguido casi la mitad de los votos en octubre pasado, tiene pleno derecho a despreciar todas las opiniones ajenas y tratar a quienes las sostienen como enemigos de la democracia. Tendrá que aprender a gobernar como lo hacen los presidentes de países «normales», en que se respetan los papeles de los poderes Legislativo y Judicial y se entiende que en ocasiones los adversarios podrían tener razón. No le será fácil, ya que su mentalidad no es precisamente democrática, pero si sigue provocando conflictos por suponer que lo que necesita el país es un líder fuerte que esté dispuesto a pisotear a cualquiera que se atreva a desobedecerla, lo que aún le queda de autoridad no tardará en disiparse.
Por cuatro años, Néstor Kirchner pudo gobernar sin prestar atención a nadie porque el país aún no se había recuperado del bajón anímico que le causó el colapso de la economía y, con ella, del gobierno del presidente Fernando de la Rúa, pero cometió un error muy grave al pensar que su esposa disfrutaría del mismo privilegio. Ya antes de las elecciones presidenciales hubo señales de que luego de una convalecencia prolongada el país se cansaba rápidamente de la malhumorada hegemonía kirchnerista, razón por la que Cristina fue derrotada en los principales centros urbanos, pero ni el ex presidente ni su esposa supieron interpretar bien el mensaje que les enviaron los votantes. En vez de reconocer que el eventual éxito de la gestión de Cristina dependería de su capacidad para refaccionar la dilapidada infraestructura institucional del país y para reconciliarse con los muchos que se sentían agraviados por la retórica truculenta que su marido puso de moda, los dos optaron por continuar gobernando en el estilo al que se habían habituado con la convicción de que en el 2008 brindaría los mismos frutos que produjo varios años antes. Desde luego que se equivocaron. Gracias a la recuperación parcial de la economía, la Argentina actual no es el país de un lustro atrás.
Es posible que Kirchner haya estado en lo cierto cuando afirmó que si el gobierno perdiera la guerra de la soja se caería, pero el que tal vez su «proyecto» no sea capaz de sobrevivir a un contratiempo que en la mayoría de los países no tendría consecuencias tan dramáticas puede atribuirse casi por completo a su propia forma de concebir la política. La pulseada con el campo se convirtió en una amenaza mortal porque a cada momento los Kirchner insistieron en tomarla por una. Al tratarla como una lucha a muerte, se las arreglaron para que buena parte del país compartiera la misma actitud, garantizando así que los hartos de su gobierno aprovecharan una oportunidad para manifestarse en su contra, lo que no hubiera sido el caso si desde el primer día el gobierno hubiera actuado con más serenidad. Puede que sólo una minoría realmente esperara voltear a Cristina, pero si todos se creyeran obligados a optar entre una nueva crisis institucional por un lado y tolerar mansamente su agresividad, muchos llegarían a la conclusión de que sería mejor correr el riesgo de algunos días de confusión descomunal.
Toda vez que los kirchneristas califican de «golpistas» a sus adversarios y «traidores» a los peronistas que se niegan a apoyar las retenciones móviles se agrandan los peligros que obsesionan al matrimonio. Aunque es de su propio interés que los enfrentamientos políticos se celebren en un marco democrático, parecen resueltos a ubicarlos en uno predemocrático en que lo que importa más es asegurarse el dominio de la calle, de ahí el protagonismo de personajes como Luis D'Elía, Guillermo Moreno, Carlos Kunkel y otros cuya conducta provocadora sólo sirve para aislar todavía más al gobierno del resto de la población del país. Conforme a la lógica democrática, el gobierno no correría ningún riesgo de caer aunque se viera constreñido a abandonar las retenciones móviles; de imponerse la lógica de la calle, como según parece quisieran los Kirchner, podría desmoronarse en cualquier momento.
JAMES NEILSON
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