SEGUN LO VEO: La pesadilla paquistaní

Desde que la bomba atómica se transformara de un proyecto científico acaso quimérico en una realidad horrenda, se supuso que tarde o temprano podría caer en manos de personas que no vacilarían en emplearla sin preocuparse en absoluto por la probabilidad de que, como resultado, ellas mismas perecieran. Por fortuna, éste no fue el caso mientras duró la guerra fría: ni los soviéticos ni los norteamericanos tenían interés en suicidarse. Pero en los años que siguieron al colapso de la Unión Soviética la situación cambió de manera radical. El resurgimiento del islamismo militante significó el crecimiento del poder político y económico de individuos que desprecian no sólo la vida ajena, lo que puede considerarse normal, sino también la propia. Para consternación de los occidentales, amaneció la era de la bomba humana suicida.

La destrucción de las Torres Gemelas neoyorquinas por fanáticos religiosos enamorados de la muerte nos obligó a preguntarnos qué ocurriría si quienes piensan como ellos lograran dotarse de armas nucleares. La respuesta es evidente: convencidos de que Alá aprobaría la matanza y les otorgaría la recompensa celestial debida, las usarían para inmolar a millones en cualquier parte del planeta, incluyendo a algunas dominadas por musulmanes de sectas a su juicio heréticas. En buena lógica, pues, quienes preferirían continuar viviendo han de estar dispuestos a ir a cualquier extremo a fin de impedir que tales individuos consigan los medios para concretar sus sueños apocalípticos, pero sucede que hoy en día pocos quieren creer que el peligro es auténtico. Tal actitud puede entenderse: es mucho más tranquilizador persuadirse de que sólo se trata de un cuco inventado por George W. Bush y sus amigos neoconservadores que desaparecerá en cuanto los norteamericanos elijan un presidente más presentable. Como escribió el poeta T. S. Eliot, los hombres no pueden soportar demasiada realidad.

Ayer aumentó el riesgo de que sujetos que se mofan de quienes valoran la vida pronto adquieran armas nucleares. Es imposible prever lo que traerá el asesinato, según se informa a manos de un terrorista suicida, de la ex primera ministra paquistaní Benazir Bhutto, pero bien podría estallar una guerra civil que aprovecharían los más despiadados, es decir: los guerreros santos que fantasean con implantar las banderas del islam en todos los rincones del mundo. Nadie sabe cuántos yihadistas hay en Pakistán, un país de 160 millones de habitantes, casi todos ellos musulmanes, pero no cabe duda de que son muchísimos. Por lo demás, el islamismo es fuerte en las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia paquistaníes, los que antes del ataque contra Nueva York y Washington del 11 de setiembre de 2001 no ocultaban sus vínculos con los talibanes, miembros de una agrupación que, al fin y al cabo, ellos mismos crearon. Aunque en aquel entonces el dictador militar paquistaní, Pervez Musharraf, decidió que le convendría hacer causa común con los norteamericanos, los hay que insisten en que nunca rompió por completo con quienes habían sido sus aliados, que se ha limitado a detener a dirigentes menores pero sigue protegiendo a los jefes máximos.

Pakistán es una potencia nuclear. Para más señas, es una en que se considera un héroe nacional al científico Abdul Qadeer Khan, quien luego de dar a su propio país su «bomba islámica» vendió material y ayuda técnica tanto a sus correligionarios en el resto del mundo musulmán como a infieles hostiles al Occidente como los norcoreanos presuntamente ateos. Se teme que si Pakistán se precipita en la anarquía, partes del arsenal nuclear -y sólo sería necesaria una parte muy pequeña para provocar estragos enormes- caería en manos de los terroristas de Al Qaeda y sus afiliados, a los que les sería relativamente fácil sacar provecho de la confusión.

Frente al programa nuclear iraní, diversos líderes occidentales -en especial el presidente francés Nicolas Sarkozy- han afirmado que les sería inaceptable que construyera el arma de destrucción masiva más emblemática un país gobernado por religiosos que alardean del desprecio que sienten por la vida y que no titubean en proclamar su voluntad de terminar con la existencia del Estado de Israel. Es su forma de decir que en su opinión se justificaría una guerra preventiva contra Irán si el régimen se acercara a lo que es de suponer es su objetivo.

Pues bien: ¿cómo reaccionarán si en las semanas próximas el caos se apodera de Pakistán? Por ser cuestión de un país muy grande, con algunas zonas densamente pobladas y otras montañosas apenas penetrables, hacer cuanto resultara preciso para poner a salvo su arsenal nuclear requeriría una operación militar a gran escala que con toda seguridad se vería seguida por problemas incomparablemente más graves que los encontrados en Irak. Por lo demás, en vista del clima político imperante en el Occidente, una intervención de tal tipo sería repudiada con furia por millones de personas convencidas de que la amenaza planteada por Estados Unidos y sus aliados es mucho más peligrosa que la supuesta por los islamistas paquistaníes.

Si tenemos suerte, Pakistán continuará siendo gobernado por regímenes, autoritarios o no, que mantengan bajo llave todos los componentes de su arsenal nuclear, Corea del Norte aceptará desmantelar lo que ya tiene a cambio de ayuda económica e Irán decidirá que le sería mejor conformarse con armas convencionales. Así y todo, el día llegará en que las potencias dominantes tendrán que optar entre resignarse a convivir con el riesgo de que en cualquier momento sean blancos de una embestida atómica por parte de fanáticos de vocación suicida y desarmar en seguida, por los medios que fueren, a quienes sueñan con convertir ciudades occidentales enteras en inmensas piras funerarias a sabiendas de que el contragolpe sería con toda probabilidad devastador.

Hasta hace aproximadamente veinte años, se suponía que en tales circunstancias todos los países occidentales optarían por la segunda de estas dos alternativas sumamente desagradables, pero desde entonces mucho ha cambiado. En la actualidad predominan los sentimientos pacifistas y con ellos la propensión a minimizar los peligros que están gestándose en sociedades como la paquistaní, en la que los viejos valores guerreros han conservado todo su encanto tradicional. Huelga decir que el avance del pacifismo sólo ha servido para envalentonar aún más a quienes aspiran a desquitarse del Occidente rico, consumista, tecnológicamente avanzado, cada vez menos religioso y a su entender fofo, por la humillación que les han supuesto varios siglos de hegemonía europea o norteamericana.

JAMES NEILSON


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