Seguridad privada

Por Martín Lozada

La sanción de dos recientes leyes ha pasado inadvertida pese a su trascendencia en materia de seguridad. Se trata de la ley 118 y de la número 12.297, por medio de las cuales las legislaturas de la ciudad y de la provincia de Buenos Aires, respectivamente, establecieron sus regímenes legales en materia de servicios de seguridad privada. Por último, a través del decreto presidencial 1.002/99, de octubre de 1999, se hizo lo propio a nivel nacional.

Dichos marcos legales consagran la bienvenida oficial a la iniciativa privada, llamada ahora a sumarse a la estrategia global del Estado bajo la égida de principios atinentes a su subordinación y complementariedad, a la primacía del bien colectivo y el respeto al orden público vigente. Tienen además la virtud de resituar al Estado como garante y gestor de las políticas públicas en materia de seguridad, papel fundamental que se había desdibujado en la anómica trastienda, en la cual, durante muchos años, transitó la seguridad privada en la Argentina. En tiempos como los actuales, en el epicentro mismo de la cultura de la inseguridad, su entrada en vigor no supone sino un trascendente logro social y legislativo. No obstante ello, es necesario recordar que la irrupción de las policías privadas supone un parcial traspaso de la responsabilidad de garantizar la paz social: del propio Estado a las entidades privadas. Si bien es cierto que tal circunstancia no libera al Estado de ciertas funciones y deberes que no resultan delegables, al menos sí pone en cabeza del sector privado una cuota de responsabilidad que tendrá que estar dispuesto a asumir, y lo convierte, a su vez, en un actor social de relevancia en materia de seguridad. No ya en el diseño de las políticas públicas al respecto, pero sí al menos, y parcialmente, en su ejecución.

Se ha arribado a estas soluciones legales en el consabido marco de las creencias neoliberales reinantes, en el cual ya se da por colectivamente aceptado que el Estado y las instituciones que le son propias no resultan los titulares exclusivos de la obligación de asegurar las condiciones ideales en materia de seguridad. Y es en este punto donde se articula la proliferación de las diversas manifestaciones protectivas en el escenario social. Por lo pronto, su presencia revela que el espacio comercial que actualmente ocupan, no sólo en la moderna división del trabajo policial, sino también en relación con las prestaciones en cabeza del propio Estado, resulta económica y políticamente funcional a los fines y aspiraciones de gobiernos inclinados a desentenderse de los llamados «costos sociales».

Se trata de un proceso caracterizado por un vertiginoso tránsito conceptual: la seguridad pública pasa a ser paulatinamente concebida como privada, de derecho común se transforma en un bien de consumo objeto de materia contractual entre partes. Resulta por demás sugerente la contemporaneidad con la cual el Estado abandona su lugar en el terreno económico y, simultáneamente, opta por endurecer y ampliar su intervención en el ámbito penal. De allí que el apotegma en boca de los oportunistas gestores de las políticas públicas sea: «Más policía, más cárceles, más castigos», reduciendo la complejidad del fenómeno de la desviación al pretender consolidar aún más la industria del control del delito.

La concepción de seguridad con la que opera esta política criminal de corte proselitista se apoya en una ponderación de sus aspectos físicos, individuales e inmediatos, mientras que omite toda referencia a su dimensión social. Por lo tanto, no definida ya en términos salariales, sanitarios y educativos, sino exclusivamente como estado del ser a proteger respecto de las cosas y las personas, la seguridad se constituye en disparador de verdaderas carreras represivas y como principal orientador de las políticas públicas. Opera, de este modo, en absoluta coherencia con la ideología fundada sobre el individualismo y los dogmas del mercado.

De allí la íntima relación existente entre el deterioro del sector social del Estado y, simultáneamente, el despliegue de su brazo penal. Se suma ahora la contribución del sector privado para delinear una política caracterizada por el tratamiento punitivo de la inseguridad y de la marginación social, estas últimas, huelga destacar, consecuencias lógicas de la absoluta carencia de toda planificación social seria y meditada.

Sin perder de vista las consideraciones efectuadas, cabe una vez más celebrar la esperada integración funcional de la seguridad privada dentro del andamiaje normativo-constitucional del Estado. En efecto, la puesta en marcha de la nueva legislación permitirá asegurar la adecuada gestión del bien colectivo a través de un estricto control referido a la calidad de los servicios y a su adecuación social, todo ello, por supuesto, en un plano de subordinación y complementariedad al sector más amplio de la seguridad pública.


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