Sergio Martínez, la historia de un campeón

Boxeo

Mucho antes de que lo llamaran “Maravilla”, Sergio Martínez era un muchacho que aprendía el arte del boxeo y empezaba a darle forma, quizá de manera inconsciente, a un sueño lejano e indefinido, aunque perceptible en la llanura de Quilmes.

Las necesidades que históricamente había pasado su familia y sus propias carencias habían acabado con su fe en la sociedad y los trabajos que tenía para ofrecerle.

Esto acrecentaba su angustia a la vez que fortalecía sus deseos de superación y ese ego desmesurado que caracterizaría su vida adulta.

Esa rebeldía fue el bastión que le permitió años más tarde, el 8 de septiembre de 2001, imponerse al pampeano Javier Alejandro Blanco en el estadio de la FAB y consagrarse campeón argentino de peso welter.

Luciendo una llamativa cabellera platinada, supo defenderlo exitosamente en octubre ante el chaqueño Sergio “El Toro” Acuña, a quien venció por nocaut técnico en el séptimo round.

Sin embargo, las ganancias no eran tales, y la profunda crisis política y económica que sacudió a la Argentina le propinó el golpe que le faltaba para decidirse a buscar otros horizontes.

Con una mano atrás y otra adelante llegó en 2002 a Madrid, donde pasó hambre hasta hallar sustento realizando tareas de limpieza. Y en el Viejo Continente volvieron a ser los guantes sus únicas armas para darle batalla al destino cruel que se había posado sobre él desde siempre.

Empero, Sergio no renunciaba a su sonrisa, ni a sus payasadas, y a puñetazos limpios supo parar la olla y despejar el camino hasta regresar a Estados Unidos, donde tempranamente había caído a manos del experimentado azteca Antonio Margarito.

“Maravilla” se había ganado otra oportunidad en la meca del boxeo y la aprovechó volteando, entre otros, a los temidos Kelly Pavlik y Paul Williams. Brindando un gran espectáculo, como cada vez, en el MGM Grand de Las Vegas e incluso en el Madison Square Garden de New York.

Así alcanzó la fortuna y conquistó los títulos mundiales superwelter y mediano del Consejo Mundial de Boxeo, confrontando por éste último ante adversarios que junto a él parecían titánicos.

Pero no dejaba de ser un argentino inmiscuido en los grandes negocios y cuando llegó el momento, ni siquiera contó con el respaldo de la entidad que lo había coronado: fue nombrado campeón emérito y su cinturón pasó a manos de un púgil más rentable por su nacionalidad y apellido, el mexicano Julio César Chávez Junior.

Desacatado, el quilmeño puso el grito en el cielo y vociferó barbaridades y desafíos a los cuatro vientos, reclamando que le habían quitado en un escritorio lo ganado en el ring.

Tal fue su desazón, que amenazó con colgar los guantes y dedicarse de lleno a facturar como fuera, coqueteando durante varios meses con el show televisivo “Bailando por un sueño”, en el que finalmente debutó luego de haberse paseado por casi todos los canales de Argentina.

Pero aún le quedaría por jugar una carta grande en el circuito al que había entregado su vida, en el que había luchado por reivindicar a su verdadero ser.

Lo último de Manny Pacquiao, la figura excluyente del pugilismo internacional, ya tenía un brillo opaco. El mercado necesitaba una inyección revitalizadora… y había un apellido grande, legendario, dando vueltas… alguien que tenía muchas cosas que demostrar… y un sureño que sabía captar la atención del público.

Y una deuda.

Así se presenta este combate ante Chávez, que puede ser histórico o una decepción magnífica, pero sin lugar a dudas es lo que mejor puede ofrecer el boxeo de hoy.

Por Mariano Moreyra

DyN


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