Shale gas, medioambiente y marco legal
JUAN FITTIPALDI (*)
La forma más permisiva y amplia de legislar es, curiosamente, no legislar. Esto es así por una conocida garantía constitucional: todo lo que no está prohibido está permitido. Con mayor claridad lo dice la Constitución: “Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe” (artículo 19). En los últimos años se introdujeron en la zona nuevas técnicas de perforación mediante fractura hidráulica que permiten extraer gas de formaciones geológicas no convencionales, denominadas shales (o esquistos). En los yacimientos de la zona se reconoce la perforación de más de medio centenar de pozos “shale”, técnica que se aplicará intensivamente en lo sucesivo. Estamos ante un nuevo escenario productivo y ambiental, caracterizado por nuevas maquinarias (equipos de bombeo), nuevas técnicas de perforación (la más problemática es la de fractura); de allí surge la demanda de nuevos insumos industriales, entre ellos extraordinarios volúmenes de agua dulce (millones de litros por pozo), a la que se adicionan compuestos químicos que contienen, al menos: biocida, surfactante, reductor de fricción, agente quelante, gel, ruptores, inhibidores de corrosión, inhibidores de emulsión y ácido (todo según informó una de las empresas). Ello genera importantes volúmenes de nuevos residuos industriales, que a su vez requieren nuevos tratamientos y disposición transitoria y final. Debe agregarse que un mismo pozo se fractura inicialmente en su perforación, pero también durante su “vida” productiva. En países con mayor experiencia, determinados pozos “testigos” registran hasta 16 fracturas. Para mayor complejidad, un pozo convencional –con producción declinante– podría intervenirse y fracturarse, a mayor profundidad, con el fin de producir en otra formación geológica no convencional. Esta nueva técnica extractiva trae diversos impactos ambientales que se agregan a los conocidos, principalmente sobre el suelo y el agua, superficial y subterránea. Respecto del recurso natural “suelo” el desmonte es mayor, pues se excede en tiempo y superficie la ocupación de los equipos tradicionales. En el subsuelo, se introduce el riesgo de afectación del agua dulce por migración de fluidos de fractura a napas freáticas y/o acuíferos. Respecto del agua superficial (ríos y lagos) el impacto es más visible, manifestándose directamente en la captación y utilización consuntiva del recurso. Ante esta nueva realidad, ciertamente amplia y compleja, se plantea la pregunta: ¿es suficiente la reglamentación existente desde el año 1999 para regir con completitud el nuevo escenario? Debe apuntarse aquí que la industria no se “autorregula”, es decir que allí donde no rige obligación legal específica ninguna medida se adoptará (y tampoco sería exigible). A esto se suma que el régimen actual de evaluación de impacto ambiental para la actividad hidrocarburífera tradicional (del año 1999) se encuentra desactualizado, ya que es previo a la sanción de la Ley Federal del Ambiente (2002) y a la reforma de la Constitución provincial (2006). Finalmente, se debe aceptar que existen daños (o pasivos) ambientales que la normativa actual fue incapaz de prevenir y luego de remediar. Por ello, como primera conclusión, puede decirse que aplicando el mismo régimen tradicional a nuevos procedimientos más complejos e invasivos difícilmente se correrá con mejor suerte. Se impone, entonces, la necesidad de generar prevenciones y controles generales, abstractos, mínimos, aplicables a todos los proyectos como, por ejemplo, determinar previamente la presencia de napas y acuíferos que serán afectados por la perforación, mediante estudios especializados (geohidrológicos). Limitar los procedimientos de fractura a menos de una determinada profundidad o menos de una determinada distancia de ríos, lagos, arroyos, acuíferos o áreas naturales protegidas. Respecto del agua superficial, cuantificar y proyectar el suministro, compensándolo con la obligatoriedad de su reutilización. Se debe reglamentar sobre el destino final del volumen de agua no reutilizada, considerándola un residuo industrial (ley 24.051). Entre otras medidas. El objetivo sería abordar la temática con completitud, incluyendo desde los actos preparatorios (captación de agua dulce) hasta la extensa secuela posterior (la revegetación del suelo). Un antecedente reciente, frente a similar riesgo ambiental, es la sanción de “Normas y Procedimientos para Abandono de Pozos”, que si bien ya estaba contemplada en el artículo 61º del Anexo VII, decreto 2267 de 1999, mereció especial y detallado tratamiento en el decreto 1631 del 2006. Para fundar ese régimen individualizado se considero que “las medidas de abandono resultan fundamentales para evitar la contaminación por migración de los fluidos de las formaciones a los acuíferos y las aguas superficiales”; agregando que “se hace necesario uniformar los criterios para el abandono de los pozos, utilizando para ello tecnología moderna de aplicación internacional”. Se incorporó así al régimen ambiental general de la industria un procedimiento específico para el abandono de pozos. Algo similar (metafóricamente) a completar con un vagón más al mismo tren. Es preferible suponer que la técnica de fractura hidráulica no es inocua y crear controles ordenadores desde el inicio, a que se descubra luego –cuando sea demasiado tarde– la acumulación de impactos ambientales negativos. Los mencionados son, obviamente, sólo algunos de los aspectos que deben ser cuidadosamente estudiados y evaluados, para luego crearles un marco legal. Desde la perspectiva de la garantía constitucional planteada al inicio, se concluye que la omisión reglamentaria conlleva a una aprobación general del nuevo procedimiento, lo que se contrapone con el debido control preventivo y continuo que asegure el derecho a un medioambiente sano para éstas y futuras generaciones. (*) Abogado. Especialista en Derecho Ambiental E-mail: juanfittipaldi@speedy.com.ar
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