Sobre tumbas y epitafios

Por Jorge Castañeda

Además de los epitafios citados en la amena columna Palimpsesto, hay otros que más que a la frialdad de las lápidas pareciera que estuviesen escritos para la aparente fugacidad del papel y la tinta. Ríos de ésta corrieron entre los escritores martinfierristas agrupados en el diario «Crítica» y que destacaron este género menor de la literatura como un verdadero «mester». Uno de ellos dedicado al autor de La Guerra Gaucha, consabido e irreverente señala que «En aqueste panteón/yace Leopoldo Lugones/ quien leyendo La Nación/ murió entre las convulsiones/ de una auto-intoxicación».

Jorge Luis Borges que a su pesar también tiene el suyo que lo perpetúa inscripto en una losa en un cementerio de Ginebra en su poema Inscripción en cualquier sepulcro advierte que «No arriesgue el mármol temerario/ gárrulas transgresiones al todopoder del olvido,/ enumerando con prolijidad/ el nombre, la opinión, los acontecimientos, la patria./ Tanto abalorio bien adjudicado está a la tiniebla/ y el mármol no hable lo que callan los hombres./ Lo esencial de la vida fenecida/ -la trémula esperanza,/ el milagro implacable del dolor y el asombro del goce-/ siempre perdurará./ Ciegamente reclama duración el alma arbitraria/ cuando la tiene asegurada en vidas ajenas,/ cuando tú mismo eres el espejo y la réplica/ de quienes no alcanzaron tu tiempo/ y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra».

Ernesto Cardenal escribió su epitafio para Joaquín Pasos y que ya con el vehículo de la canción dice: «Aquí pasaba a pie,/por estas calles;/ sin empleo, ni puesto/ y sin un peso./ Sólo poetas, putas y picados/ conocieron sus versos». «Nunca estuvo en el extranjero,/ estuvo preso;/ ahora está muerto./ No tiene ningún monumento…». «Pero recordadle,/ cuando tengáis:/ puentes de concreto, grandes turbinas,/ tractores,/ grandes graneros,/ buenos gobiernos». «Porque él,/ purificó en sus poemas/ el lenguaje de su pueblo/ en el que un día,/ se escribirán:/ los tratados de comercio,/ la constitución,/ las cartas de amor/ y los decretos».

Salvatore Quasimodo, el gran premio Nobel italiano, no sólo nos dejó admirables epitafios sino que hasta «acostumbraba a escribirlos sobre una tumba» y forjó uno que es una parábola de la vida y que puede estar escrito en la lápida de cualquiera: «Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra,/ traspasado por un rayo de sol/ y enseguida anochece».

En tono jocoso al estilo de los martinfierristas hubo muchos: uno reza así en un cementerio mexicano «Llegaba ya al altar, feliz esposa;/ allí la hirió la muerte, aquí reposa».

Pero sin lugar a dudas el escrito por el colombiano Rufino Blanco Fombona es digno de figurar en las más exigentes antologías de la literatura americana y amerita su transcripción completa. Este epitafio incluido en su libro Camino de Imperfección dice: «Quisiera, al morir, poder inspirar una pequeña necrología por el estilo de la presente: este hombre, como amado de los dioses, murió joven. Supo querer y odiar con todo su corazón. Amó campos, ríos, fuentes; amó el buen vino, el mármol, el acero, el oro; amó las núbiles mujeres y los bellos versos. Despreció a los timoratos, a los presuntuosos y a los mediocres. Odió a los pérfidos, a los hipócritas, a los calumniadores, a los venales, a los eunucos y a los servilles. Se contentó con jamás leer a los fabricantes de literatura tonta. En medio de su injusticia, era justo. Prodigó aplausos a quien creyó que los merecía; admiraba a cuantos reconoció por superiores a él y tuvo en estima a sus pares. Aunque a menudo celebró el triunfo de la garra y el ímpetu del ala, tuvo piedad del infortunio hasta en los tigres. No atacó sino a los fuertes. Tuvo ideales y luchó y se sacrificó por ellos. Llevó el desinterés hasta el ridículo. Sólo una cosa nunca dio: consejos. Ni en sus horas más tétricas le faltaron de cerca o de lejos la voz amiga y el corazón de alguna mujer. No se sabe si fue moral o inmoral o amoral. Pero él se tuvo por moralista a su modo. Puso la verdad y la belleza -su belleza y su verdad- por encima de todo. Gozó y sufrió mucho espiritual y físicamente. Conoció el mundo todo y deseaba que todo el mundo lo conociera a él. Ni imperatorista ni acrático, pensaba que la inteligencia y la tolerancia debían gobernar a los pueblos y que debía ejercerse un máximun de justicia social, sin privilegio de clases ni de personas. Cuanto al arte, creyó siempre que se podía y se debía ser original, sin olvidarse del nihil novum sub sole. Su vivir fue ilógico. Su pensar fue contradictorio. Lo único perenne que tuvo parece ser la sinceridad, ya en la emoción, ya en el juicio. Jamás la mentira mancilló sus labios ni su pluma. No le temió nunca a la verdad, ni a las consecuencias que acarrea. Por eso afrontó puñales homicidas, por eso sufrió cárceles largas y larguísimos destierros. Predicó la libertad con el ejemplo; fue libre. Era un alma del siglo XVI y un hombre del siglo XX. Descanse en paz por la primera vez. La tierra, que amó, le sea propicia».

Quedan en el tintero muchos otros epitafios conjeturales que nos ha regalado la literatura más cerca de la tinta que de la lápida. Y si la novela negra ha pedido «Nadie escriba mi epitafio» es seguramente porque el propio autor lo escribió antes.


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