Sobre un episodio del «Quijote», Por Héctor Ciapuscio 10-02-04

En el que viene se cumplirán 400 largos años de la aparición del libro de Cervantes, pero su lozanía es tal como para que pueda engalanarse todavía, accesible en fresca traducción, con un espectacular éxito editorial en un país de lengua distinta como Estados Unidos. Es decididamente inmortal. En el 2002 el Club de Librerías de la capital de Noruega les preguntó a 100 escritores famosos del mundo cuál consideraban «el libro más significativo de todos los tiempos» y «El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha» encabezó airosamente los votos, aventajando a los títulos clásicos de Shakespeare, Tolstoi y Homero.

El lanzamiento de la nueva traducción del libro en Estados Unidos dio lugar a comentarios significativos sobre su futuro en ese mercado fabuloso. Harold Bloom, crítico literario líder, juzgó a la edición como «reveladora» y su prosa de calidad «extremadamente alta». Carlos Fuentes, el escritor mexicano, calificó al inglés logrado por la traductora de tan ágil y llano como el de un bestseller moderno. En cuanto al autor, varias fuentes lo estiman inmensamente divertido, encantador y popular, creador de caracteres legendarios, maestro de la narrativa, edificante y admirablemente inventivo. Alguien afirmó que Cervantes ha creado la novela del moderno Occidente y su papel es comparable al de Copérnico en el mundo de los descubridores. No ha faltado en diversas recensiones la evocación de pasajes memorables de su Primera Parte como el de los molinos de viento, el yelmo de Mambrino, los discursos del héroe -confundido, pero no siempre, entre lo ideal y lo real por demasiadas lecturas de libros de caballerías- sobre las armas y las letras o sobre aquella «dichosa edad y siglos dichosos» en que todas las cosas eran comunes y los hombres ignoraban palabras como «tuyo» y «mío». Pero hay un episodio que recibe especial atención de los comentaristas, quizá por sus resonancias vivas. Es el que se titula «De la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados que, mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir», aquel donde el Caballero de la Triste Figura, poseído por su imaginación y la misión autoimpuesta de socorrer a los miserables según las leyes de la Andante Caballería, se las emprende contra guardias armados que conducen a galeras a una docena de presos «ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro» y los libera a fuerza de lanza en razón de que «no está bien hacer esclavos a los que Dios hizo libres, cuanto más, señores guardas, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros».

Cabe en esto la evocación de una lejana nota literaria publicada aquí sobre el tema que en su momento hizo roncha.. El gesto y palabras de Don Quijote cuando decide liberar a los presos le dispararon a Jorge Luis Borges en fecha significativa («Nuestro pobre individualismo» en «Otras Inquisiciones», 1946) algunas reflexiones sobre nuestro carácter nacional como anticuerpo del nacionalismo y el estatismo. Él se ilusionaba en tiempos pre-peronistas razonando que el argentino, a diferencia de los americanos del Norte y casi todos los europeos, no se identifica con el Estado, el argentino es un individuo, no un ciudadano. Refería que cuando Hollywood nos presenta como héroe a uno que se hace amigo de un criminal para entregarlo después a la policía; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una mafia, piensa que ese tipo no es un héroe sino un canalla. El argentino siente, como Don Quijote en el episodio de los galeotes, que «allá se lo haya cada uno con su pecado» y que «no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello». Y con un malabarismo dialéctico muy de los suyos en cuestiones de este tipo (elude que el personaje del episodio cervantino no está en esa instancia precisamente en sus cabales, no habla en ese momento Alonso Quijano el Bueno, español normal, sino el Caballero de la Triste Figura, su otra personalidad de genial enajenado), Borges manifiesta que si alguna vez consideró que los argentinos somos bien distintos de los españoles, «esas dos líneas del «Quijote» (ahí está el malabarismo) han bastado para convencerlo de su error; son como «el símbolo secreto de nuestra afinidad». El cierre del párrafo, uniendo el clásico de Cervantes con el clásico de Hernández es, como todo lo literario suyo, magistral: «Profundamente lo confirma una noche de la literatura argentina: esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro».


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