Socialismo, socialistas

Por Jorge Gadano

Leandro Alem, Hipólito Yrigoyen y Ricardo Balbín deben estar revolviéndose en sus tumbas por la inquietud que les ha provocado la noticia de que el partido que ellos mantuvieron apartado de toda deletérea contaminación internacional, la Unión Cívica Radical, haya sido admitido como miembro pleno en el congreso de la Internacional Socialista que sesionó en París esta última semana.

Es impensable que en 1864, cuando a instancias de Carlos Marx y bajo su liderazgo ideológico se constituyó en Londres la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), o Primera Internacional, los radicales hubieran participado. De todas maneras y a pesar de ser hoy uno de los partidos políticos más antiguos de Occidente, la UCR no existía entonces. Tampoco en 1872, cuando un congreso realizado en La Haya expulsó a los anarquistas que orientaba el ruso Bakunin. En realidad, cuando Alem fundó la Unión Cívica, en 1887, Marx ya estaba muerto y la AIT se había extinguido. De todas maneras, poca semejanza había entre el hijo de un mazorquero y el de un rabino, o entre una asociación que se proponía derrocar a la burguesía y un partido que apenas quería terminar con el gobierno roquista de Juárez Celman.

La Segunda Internacional nació en 1889 en el París de la Bella Epoca, cantando «Arriba los pobres del mundo», el himno socialista que fue adoptado por la Unión Soviética hasta que, en 1944, Stalin lo reemplazó por otro que cantara las glorias de la Gran Patria Rusa.

En esa organización convivieron socialistas y comunistas hasta la Primera Guerra Mundial, que los dividió. Lenin, a la cabeza de los bolcheviques, se opuso a la guerra y fundó la Tercera Internacional, que luego de la Revolución Rusa se convirtió en un apéndice del Estado soviético, conocido con el nombre de Comintern. En 1947, para apaciguar a sus aliados de la Segunda Guerra, Stalin convirtió al Comintern en el Cominform, una oficina de información, pero la URSS siguió interviniendo en la política de los países capitalistas a través de los partidos comunistas.

La Internacional Socialista de hoy, fundada en Frankfurt en 1951, es una creación de los partidos socialdemócratas europeos que se proclama heredera de la Segunda Internacional y del pensamiento de Eduard Bernstein, Karl Kautski y Jean Jaurés. Lejos de las posiciones clasistas y revolucionarias de los fundadores, los partidos que la integran aceptan el capitalismo y la economía de mercado, pero defienden el estado de bienestar. Se les sumó en Italia el que fuera el mayor partido comunista de Occidente, pasado a las filas reformistas como Partido Democrático de Izquierda.

En la reunión de París el secretario general del socialismo francés, François Hollande, quiso ver en el resultado electoral de la Argentina el inicio de «una ola socialista que comienza a sentirse en América Latina». En el mismo sentido el presidente saliente de la IS, Pierre Mauroy, dijo que «el triunfo de De la Rúa simboliza el éxito del socialismo y anticipa los triunfos en Uruguay y en Chile».

Es del todo comprensible la satisfacción de los socialistas europeos por la inclusión en la IS de un partido que, importante en la oposición, el mes próximo será, en alianza con el Frepaso, el partido de gobierno. Hasta ahora el representante pleno de la Argentina era el modesto Partido Socialista Popular.

Es una satisfacción que comparten los radicales, con mucha mayor razón después de que Raúl Alfonsín fuera designado en una de las vicepresidencias de la IS. Pero que la victoria de De la Rúa sea, a la vez que un éxito socialista, un anticipo de las que lograrán Ricardo Lagos en Chile y Tabaré Vázquez en Uruguay, parece pecar de un optimismo excesivo. Existe la posibilidad de esos triunfos, pero limitada en Chile por las encuestas que ponen al candidato de la coalición derechista a la par de Lagos, y mucho más limitada en la segunda vuelta uruguaya después de que, el martes, el Partido Blanco resolviera apoyar al candidato colorado Jorge Batlle, segundo de Vázquez en la primera vuelta.

Aun si tales éxitos se concretaran, la «ola socialista» con De la Rúa incluido sólo cubriría el Cono Sur de América Latina. Si bien se están produciendo acontecimientos políticos importantes en el subcontinente, ni con toda la buena voluntad socialdemócrata se podría tener por socialista al venezolano Hugo Chávez (aunque no se puede descartar que a él le guste), ni a Alberto Fujimori, ni a Hugo Bánzer, ni al probable ganador de las elecciones mexicanas, el priísta Francisco Labastida. En Brasil, la entente opositora de Lula y Brizzola está más cerca del espíritu socialdemócrata que el gobierno de Fernando Henrique Cardoso.

En todo caso, la adhesión de De la Rúa al socialismo internacional vale, si no por lo socialista, por lo internacional. El radicalismo, como la Argentina, fue un partido ensimismado, reacio a trasponer fronteras. La personalidad de Balbín se destacaba porque -decían sus admiradores- nunca había salido del país. Sólo uno de sus presidentes, Marcelo T. de Alvear, fue internacionalista, aunque no por razones ideológicas o de Estado sino porque, al igual que los aristócratas argentinos, le gustaba viajar a Europa. Por esa misma vocación que unía al placer con el arte y con el universo se casó con una cantante de ópera italiana, Regina Pacini.


Leandro Alem, Hipólito Yrigoyen y Ricardo Balbín deben estar revolviéndose en sus tumbas por la inquietud que les ha provocado la noticia de que el partido que ellos mantuvieron apartado de toda deletérea contaminación internacional, la Unión Cívica Radical, haya sido admitido como miembro pleno en el congreso de la Internacional Socialista que sesionó en París esta última semana.

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