Conectados: “Manuel”, un cuento de Gabriela Grünberg

No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso.

Prólogo de Los conjurados, de Jorge Luis Borges

Suena la sirena

de vuelta al trabajo

muchos no volvieron

tampoco Manuel

de la canción “Te recuerdo, Amanda”, de Víctor Jara

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Teresa se levantó muy temprano. Se incorporó, se sentó al borde de la cama y se calzó las chinelas. Sintió los pies helados y caminó unos pasos hasta la otra pieza, para prender la garrafa. Cocina-comedor, como decía Manuel, él la había levantado con sus propias manos. Negra, no vivimos más en una choza, ves, es una casita en serio – decía y los dos la miraban extasiados, desde el patio de tierra de adelante. Y vamos a tener jardincito, ya vas a ver, mi Negra, y una parra, que a vos te gustan las uvas, vamos a plantar una parra, Tere, vos prendele una velita a la Virgen de Luján, que me siga protegiendo y tenga trabajo, más ahora que se viene el Manuelito. Entonces le tocaba el vientre hinchado su Manuel y ella reía y le preguntaba qué hacemos si es una Manuela y él la miraba serio, desde el carbón de sus ojos enormes, y le decía que con más razón, Teresita, con más razón, si es una nena me voy a volver loco de alegría y le voy a hacer muñecas y vos le vas a coser los vestidos y ella volvía a reír, si vos no sabés hacer muñecas, Manuel y él se ponía serio y contestaba que iba a aprender a hacerlas para su princesita y que ya se la imaginaba igualita a ella, a su Teresa y qué tal si la llamaban Eva, comentaba ella y Manuel meneaba la cabeza que Evita hubo una sola y ya había tenido un hombre y un destino y su hija, si es que era hija, mejor nombrarla distinto, que fuera única y mientras miraban la casita barajaban nombres porque Manuel decía que no había que cargar a los hijos con los nombres de los padres, o sea de ellos, y Teresa se lo respetaría porque él era lo que más amaba sobre la tierra y sus manos callosas sirviéndole unos mates cuando ya habían entrado y miraban la cuna aún vacía que también había hecho Manuel, con la ayuda del pelado José que era un buen amigo. Trabajaban en la misma fábrica, el pelado y su Manuel, pero el pelado no tenía ni mujer ni hijos, era medio atorrante, le gustaban las mujeres, todas le gustaban, no me decido, le confiaba a ella, a ver vos, Teresa, ayudame y ella sonreía y le contestaba que ya iba a llegar una que le diera vuelta esa cabezota pelada que tenía. Prendió la garrafa con el pensamiento aturdido y volvió a la pieza. La cuna ya no estaba, claro. Tampoco Manuel. Miró a su única hija, que dormía con ella, en ese espacio vacío que siempre estaría vacío, pensó Teresa, no importa que esté ocupado y que la quiera tanto a mi Cynthia, al final se habían decidido, nombre de lazo y puntilla, había dicho Manuel cuando la vio y ella había reído, qué lazo ni qué puntilla, mirala con los pelos negros pegoteados y la carita de viejo arrugado y Manuel la besaba y afirmaba que él se la imaginaba en el bautismo con el vestidito que le iba a coser Teresa, todo lazo, todo puntilla y ella suspiraba y le daba el pecho y pensaba que de dónde iba a sacar la plata para la tela si no encontraba quién la cuidara a la beba mientras ella trabajaba de empleada doméstica, a lo mejor la patrona la dejaba llevarla, siempre y cuando no berreara mucho y después lo espiaba a Manuel, tan encendido y no le discutía, que sí, que se llamaría Cynthia nomás, total para el bautismo falta un año, se consolaba Teresa y quién sabe todo lo que puede pasar en un año.

– Cynthia – llamó. Levantate que se hace tarde para el colegio.

– Ya va, má. Un minuto más.

– Bueno, pero un minuto.

Teresa volvió a la cocina y empezó a preparar el café con leche. Calentó la planchita para las tostadas, dos, que a Cynthia le venía bien comer algo antes de salir pero a ella no. También puso la pava para el mate que a ella y al Manuel les gustaba el mate amargo para arrancar la mañana y después se lavaban y se vestían y ella lo despedía con un beso, siempre, un beso Teresa, decía, es todo lo que necesita un hombre para empezar bien el día y ni clareaba cuando partía a la fábrica pero él parecía adelantar la luz, pensaba ella cuando lo besaba en el umbral de la puerta y Cynthia soñando en la cuna, que ya Manuel se había inclinado a besarla, no la despiertes, Manuel, le recriminaba ella en voz baja, pero Manuel decía que eso lo decía de celosa y ella reía, más celos me da esa compañera tuya, la que está adelante en la fábrica, haciéndose la importante porque escribe a máquina y Manuel la miraba ladeando la cabeza y le contestaba que ésa tenía nombre, qué me importa, retrucaba ella que se lo sabía, claro, María Angélica y Manuel sonreía, mirá que sos tonta, Negra, en mi vida hay solamente dos mujeres, la Cynthia y vos. Teresa revolvió el café con leche y apagó la hornalla, no fuera a hervir el agua. María Angélica, pobre, tampoco estaba. Se la habían llevado igual que a su Manuel.

– Cynthia – llamó de nuevo. Ya pasó más de un minuto. Mirá que te tiro un vaso de agua.

– Ya voy, ya voy. Su voz adormilada surcó el aire.

– Lavate primero. Y abrigate, nena, que hace frío.

– Sí, má. ¿Dónde pusiste mi campera de egresada? Teresa sonrió, escuchando las palabras atravesadas por la pasta dentífrica en la boca.

– La tengo acá, cerca de la garrafa.

– ¡No me la quemes!

– ¿Alguna vez le quemé algo yo, jovencita?

Ay, si te viera mi Manuel, egresando del secundario su princesa, toda lazos, toda puntillas la Cynthia en el bautismo, ni al bautismo había llegado, y la pena atroz que la acuchillaba y Teresa erguida, hasta el alma sentía tiesa de pavor mientras el cura le hacía la cruz en la frente a la beba, al menos Manuel había visto el vestido que ella había logrado coser, si hasta había intentado probárselo él, dejalo, Manuel, que lo vas a ensuciar, no ves que faltan unos días nomás, no vas a querer que tu princesa llegue sucia al bautismo ¿no? Y Manuel había dejado el vestido blanco, todo lazos, todo puntillas y había upado a la Cynthia con pañalcito nomás, que era verano y la parra estaba repleta de uvas maduras. Dos días antes te llevaron, Manuel. Dos días antes del bautismo.

Teresa puso el café con leche y dio vuelta las dos tostadas que había puesto, al tiempo que se cebaba el primer mate.

– Ya era hora, Cynthia, se te va a hacer tarde.

– Me voy en la bici.

– No, en la bici no, que está muy oscuro todavía.

– Pero má, si voy con Daniela.

– No me importa. Mejor vayan caminando.

– Mirá que sos miedosa, má. Ya soy grande. ¿Qué me va a pasar?

– Tu papá también era grande. Teresa se mordió la lengua ni bien lo dijo. Cynthia la miró y untó una tostada con manteca.

– Sabés, má, yo te entiendo, pero bueno, es otra época ahora y lo que le pasó a papá, bueno, le pasó, yo no te niego que fue horrible y todo eso, pero yo quiero tener una vida, mía, no a la sombra de lo que le pasó a papá. Todo esto lo dijo con la boca llena. Teresa chupaba el mate. Cynthia tragó el resto de tostada y empezó a untar la otra, ligeras las manos, igualitas a las de Manuel, salvo por lo callosas, la observaba Teresa y pensó que algo de razón tenía esa pobre hija suya pero era más fuerte que ella, ese miedo que no se le despegaba del cuerpo.

– Cynthia, ponete la campera, no hay más que hablar. Y yo tengo que ir a trabajar en un rato – dijo Teresa, pero no sonó muy firme y Cynthia aprovechó el momento, se paró, la abrazó y le dio un beso.

– Dale, má.

– Mañana.

– Está bien. Pero mañana voy en la bici.

– Bueno.

– Prometeme.

– Te lo prometo. Y una cosa: ¿la Daniela no será un Daniel, no?

– ¡Mirá las pavadas que pensás! Si vos la conocés a Dani.

Teresa suspiró. Pensó que algún día iba a aparecer un Daniel y se la iba a llevar, pero de otra manera, ella la había criado para que así fuera y a lo mejor podían ampliar la casita y vivir todos juntos. No se lo dijo a la Cynthia, que seguro la retaría, con esas cosas de la vida moderna en que andaban hoy los chicos, ay, Manuel, si vos la vieras, tan bonita, ya no tiene la carita de beba ni de nena, ahora el mentón firme y tus ojos color carbón.

– Cynthia, hoy es jueves.

– Pero yo hoy no puedo ir, má, tengo mucho que estudiar.

– Yo voy.

– Ya sé. Yo te espero en casa.

– Bueno, porque salgo del trabajo y me tomo el tren al centro.

– Má, la semana que viene voy con vos.

Teresa asintió. Cynthia se puso la campera y salieron al umbral. Se despidieron con un beso. Teresa le miró la espalda y el orgullo le trepó por el cuerpo cansado, al final pude, sabés Manuel, y va a seguir estudiando, así me dijo, nos salió buena, es duro sola, pero bueno, yo no puedo de otra manera, mirá que el pelado José me insistió todo lo que pudo, pobre, Teresa, me decía, yo me salvé porque ese día, justo ese día, no fui a la fábrica y pude esconderme a tiempo, sabés, Manuel, anduvo años guardado, a él tampoco se le van ni el miedo ni la bronca, nunca, lo único que se le fue es la pasión por las mujeres, ahí anda, solo, trabaja de mecánico, ya te dije que es el padrino de la Cynthia aunque, claro, él tampoco pudo venir al bautismo y yo le mentí al cura, le dije que el padrino iba a ser justo mi hermano pero no había podido viajar desde Santiago del Estero porque se había enfermado, mirame a mí, mintiéndole al cura, después le pedí perdón a la Virgen de Luján. Pero yo sabía, siempre supe, que vos querías que el pelado fuese el padrino de tu princesa. Padrino sí, marido no, sonrió Teresa, que el pelado aún hoy le decía, Teresa, Manuel no va a aparecer, vos lo sabés bien, no se va a enojar si te casás conmigo y yo que no, que hasta que no tenga una tumba donde llorarte no, y el pelado bufa y menea la cabeza y sabe, Manuel, sabe que aunque tuviera la tumba tampoco. Tampoco Manuel.

perfil

Gabriela Grünberg

Datos

Nació en Buenos Aires y reside en Neuquén desde hace 18 años. Es licenciada en Letras y traductora pública de inglés. Ha editado los libros de relatos “El titiritero y otros cuentos” (Torres Agüero Editor, 1996), “Los nudos de la memoria” (Último Reino, 2005), “La morada de las pasiones”, ilustrado por el artista plástico Carlos Alonso (Alción Editora, 2008), y la novela “La memoria de la sangre” (Grupo Editor Latinoamericano, 2013), entre otros títulos.

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