Curaçao: playas turquesa, casitas holandesas y el encanto del Caribe más colorido

Playas turquesa entre acantilados, casitas coloniales pintadas de rosa, amarillo y azul, y un ritmo que se mide en tumbas, sonrisas y brisa marina. A 50 kilómetros de Venezuela, Curaçao mezcla la precisión europea con la calidez tropical.

Las playas del oeste son el corazón turquesa de Curaçao: arena blanca, agua transparente y el rumor tranquilo de un mar sin prisa.

En el mapa parece apenas una mancha al sur del Caribe, pero cuando uno pone un pie en Curaçao, el color lo envuelve todo. Las fachadas coloniales de Willemstad, con sus tejados a dos aguas y balcones blancos, reflejan sobre el agua de la bahía una sinfonía de tonos pasteles. Curaçao es la “C” de las islas ABC, junto con Aruba y Bonaire, y aunque comparten raíces neerlandesas, cada una tiene su carácter. Rosa, verde, celeste, ocre. El alma holandesa se confunde con la alegría del trópico y la isla entera parece respirar un ritmo distinto, más lento, más sereno.

La de Curaçao se define por la mezcla: más de 35 playas desperdigadas por la costa oeste, murales que narran historias en cada esquina y un idioma que suena como un canto: papiamento, una fusión de español, portugués, inglés y holandés.

Los holandeses la llaman “la Holanda del trópico” y no es raro encontrarlos pedaleando entre casas color coral o tomando una Polar en una terraza frente al mar. Muchos tienen aquí su segunda casa, su refugio del invierno europeo.

Klein Curaçao, una islita deshabitada a una hora y media en barco, es la postal del paraíso: faro, barco hundido y mar de cristal.

En la capital, la bahía de Sint Anna divide la ciudad en dos: Punda, la parte más antigua, y Otrobanda, “el otro lado”, más residencial y moderno. Las une el puente flotante Reina Emma, que se abre cada vez que pasa un barco y que, por la noche, se ilumina con luces de neón.

En Punda, los enamorados dejan candados en los corazones de hierro del Punda Love Heart, y el aire huele a pescado frito y protector solar. Más allá, el mercado de frutas junto al canal mantiene viva la conexión con Venezuela: los barcos llegan cada mañana con mangos, aguacates y voces que cruzan el mar.

Los curazoleños son menos de 160.000, pero su energía parece multiplicarse. Su música, la tumba, combina el ritmo africano con el merengue y el jazz latino, y se siente en la piel. El arte callejero, en tanto, llena las paredes de Otrobanda: los murales del artista Francis Sling son un recorrido obligado para entender el espíritu de la isla.

Willemstad, con sus casitas coloniales de los siglos XVII y XVIII, es Patrimonio de la Humanidad desde 1997.

De este a oeste, el paisaje cambia. La costa oriental es árida, con cactus y acantilados. La occidental, en cambio, se abre al mar como una sucesión de postales. Kenepa Grandi, una ensenada entre rocas, es la más fotografiada. Daaibooi, la preferida de los locales. Cas Abao, con sus palmeras y arrecifes, la más completa. En todas, el mar es cálido y tan claro que basta una máscara de snorkel para ver bancos de peces multicolor y tortugas marinas que parecen no tener apuro.

Para los más aventureros, el Parque Nacional Shete Boka ofrece un espectáculo natural en siete “bocas” donde el mar golpea con fuerza las rocas. Y si de vistas se trata, los buggy recorren el norte seco y pedregoso hasta los miradores del parque eólico, desde donde se ve cómo Curaçao se alimenta del viento.

Desde el puerto parten los catamaranes hacia Klein Curaçao, un islote virgen al que se llega saltando al agua. Allí no hay sombra ni bares, sólo arena, mar y silencio. Al mediodía, el barco se convierte en restaurante flotante y las brochettes se acompañan con jugo de fruta y la frase más repetida de la isla: Biba dushi, “vivir la dulce vida”. De regreso, con el sol cayendo sobre las aguas turquesa, los delfines acompañan al barco.

Antes de partir, una parada en Serena’s Art Factory revela otra parte del alma curazoleña. Allí, mujeres de la isla pintan las “chichis”, esculturas de mujeres negras y sensuales que representan a la hermana mayor de la familia. Son coloridas, alegres y potentes, como la isla misma. Curaçao es eso: un equilibrio improbable entre orden europeo y desorden caribeño.


Las playas del oeste son el corazón turquesa de Curaçao: arena blanca, agua transparente y el rumor tranquilo de un mar sin prisa.

En el mapa parece apenas una mancha al sur del Caribe, pero cuando uno pone un pie en Curaçao, el color lo envuelve todo. Las fachadas coloniales de Willemstad, con sus tejados a dos aguas y balcones blancos, reflejan sobre el agua de la bahía una sinfonía de tonos pasteles. Curaçao es la “C” de las islas ABC, junto con Aruba y Bonaire, y aunque comparten raíces neerlandesas, cada una tiene su carácter. Rosa, verde, celeste, ocre. El alma holandesa se confunde con la alegría del trópico y la isla entera parece respirar un ritmo distinto, más lento, más sereno.

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