Sonata para un hombre bueno
Ambientada en los ochenta, cuando Alemania aún estaba dividida, la historia es una pintura honesta y contundente sobre la libertad en sus múltiples expresiones.
«En un sistema de miedo nadie debe sentirse seguro. En un sistema de poder no hay nada privado. En un sistema de dependencia, la libertad es una ironía», reza la voz en off que promociona la cinta alemana «La vida de los otros». Y esa libertad irónica es, sin lugar a dudas, el eje central de la historia que, no sólo trata con un poder gubernamental que aniquila las libertades personales sino también con la liberación que significa el hecho de tomar las decisiones correctas, más allá de las terribles consecuencias.
Corre el año 1984 y Alemania se halla divida, aún lejos del derribamiento del muro de Berlín. El gobierno de la zona oriental intenta controlar el accionar de los habitantes a través de un sistema de espionaje y vigilancia. Entre los miembros observados se halla el dramaturgo Georg Dreyman y su amante y actriz principal, Christa-Maria Sieland. El capitán Gerd Wiesler se interesa por el escritor cuando presencia una de sus obras teatrales y esa admiración inicial lo empuja a hacerse cargo de la operación. Su mirada, entre desorbitada y fascinada, ante cada gesto y palabra de la pareja, durante esa noche en el teatro y en una fiesta posterior, exhibe el futuro de sus acciones.
Wiesler es un solitario, que vive casi como un fantasma, trasladándose de su hogar al trabajo sin interactuar con su entorno. Perfeccionista, obsesivo, excelente en su función de desenmascarar a sus «víctimas», ingresa en un mundo tan diferente al suyo, como atractivo. La existencia libre y desprejuiciada de la pareja lo irá consumiendo y su labor pasará a ser un hobby placentero del que le será muy difícil escapar.
A medida que la película transita el relato, el protagonista (un trabajo excepcional del recientemente fallecido Ulrich Muhe) va desollando sus propios sentimientos y toda la frialdad inicial carente de cualquier escrúpulo, le da paso a un sinfín de sensaciones. Una transformación que lo obliga a tomar decisiones que van en contra de su profesión pero que lo liberan, devolviéndole esa sensación de volver a sentirse humano, de arrojar al vacío su traje de «fantasma».
El director Florian Henckel von Donnersmarck hilvana con austeridad el relato, sin excesos ni golpes bajos y con una distancia casi tan obsesiva como la humanidad del personaje principal. Sin embargo, esa posición colabora
aún más para que el espectador pueda percibir de forma contundente los cambios que experimenta el capitán, y también la pareja de artistas. La fotografía de Hagen Bogdanski, el montaje de la experimentada Patricia Rommel y la música de Stéphane Moucha y Gabriel Yared, son compañeros perfectos para realzar esta sensación de distancia que, lentamente, plano a plano, va acortándose entre el público y la historia. Como si el propio Wiesler la estuviera relatando con su mirada. Esto sumado al sonido ambiente y a la oscuridad de la puesta, que realzan ese encierro constante en que se debaten los personajes.
Si bien el trasfondo social tiene un peso fundamental en el relato (el accionar del escritor y otros amigos que escriben textos críticos hacia el gobierno para luego ser publicados del otro lado del muro, la relación oculta de la actriz con un funcionario del poder, etc.), el centro del filme son los cambios de los personajes y las diferentes concepciones que cada uno va teniendo con respecto a su propia libertad.
Sin lugar a dudas, el ser humano tiene una extraña fascinación por espiar, por conocer un poco más de lo que ocurre en el interior de otros hogares, por mirar un poco por la cerradura las casas de sus vecinos. Y ese interés es lo que ubica al protagonista en una posición de privilegio ante el espectador, quien puede juzgar la acción e igualmente sentirse atraído por la misma. Esa empatía con Wiesler permite percibir mejor su desandar y hasta solidarizarse con su situación. Al final del trayecto, es posible que las pérdidas sean mayores que las ganancias pero quedará el sabor definitivamente dulce de haber recorrido el camino.
ALEJANDRO LOAIZA
aloaiza@rionegro.com.ar
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