Sueños pendientes

Un par de latas, una caja de cartón, dos porongos de esos que se usan para hacer mates, un par de alambres bien estirados y mucha, pero mucha buena voluntad, alcanzaban para empezar con el bochinche. No éramos más de tres o cuatro los músicos muy bien distribuidos en distintos sectores del escenario elegido. Esos eran nuestros sueños de músicos famosos, con la convicción de que tocábamos y cantábamos de maravilla, por eso le dábamos bien fuerte a la lata y gritábamos para que el barrio en pleno nos escuchara. Un paredón de piedra de no más de un metro o un poquito más de altura, servía para que ocasionales transeúntes se detuvieran un instante a escuchar las melodías. En realidad no eran ni orquesta, ni melodías, ni buenos músicos y mucho menos buenos cantantes. Éramos una junta de niños de entre cinco y siete años que soñábamos con ser músicos… y de los buenos. Claro, quién no utilizó alguna vez una escoba para simular una guitarra y ese instrumento, que en la orquesta infantil no tenía sonido, también formaba parte del desfile de talentos en veremos. Una batea grande de cemento donde mi madre solía lavar la ropa, un nogal bien alto que daba sombra a la batea y un canasto de vino, de esos que venían de hierro, servían para que el grupo que nunca tuvo nombre, desplegara sus capacidades musicales. Se organizaba el bochinche, acordábamos el horario, siempre después de las 17 porque a esa hora terminaba la siesta y también por ahí se levantaba el cura que vivía en frente, y poco después poníamos manos y cuerdas vocales en marcha para interpretar temas muy variados. El elegido para iniciar el show era un tema cuyo autor no conocíamos, pero se llamaba “El reloj”. No sabíamos toda la letra, pero creíamos lucirnos siempre con nuestra interpretación. Decía: Reloj no marques las horas Porque voy a enloquecer Ella se irá para siempre Cuando amanezca otra vez No más nos queda esta noche Para vivir nuestro amor Y tu tic-tac me recuerda Mi irremediable dolor Reloj detén tu camino Porque mi vida se apaga… Pero pegadito nomás empezábamos con “Merceditas”, cuya letra sabíamos completa porque nos la enseñaban en la escuela. La distribución en el escenario del patio de mi casa era por demás compleja. La batea de la ropa era para un primo un par de años más grande, que era la estrella del grupo, porque sabía tocar, cantar, bailar y moverse al ritmo de la música en el escenario. Ninguno de los demás podíamos hacer todo eso. Además, se le escapaban con frecuencia unas cuantas malas palabras de aspirante a adulto. En la tercera rama del nogal estaba mi hermano que también desde ahí hacía su aporte al sonido y una especie de segunda voz. En el canasto de vino, el más chico, es decir yo, que no tenía permitido subirse al árbol, salvo que sumáramos un integrante al grupo ocasionalmente y eso me daba derecho a llegar hasta la primera rama. Ante el 1-2-3 de nuestro cantante estrella, la orquesta empezaba a sonar al ritmo de tres niños capaces de hacerse escuchar a un par de cuadras a la redonda. Esos tres chicos tenían el sueño grande de ser músicos y cantantes famosos. Sin embargo, la realidad les dijo pronto que ese no era su fuerte, que probaran yendo a la escuela y tal vez algún día tendrían otra oportunidad. Esos músicos y cantantes hoy son todos padres, vivieron una infancia a pleno, donde la música tenía su propio escenario. Sueños como estos hay miles y todavía, a pesar del tiempo, están en marcha.

jorge vergara jvergara@rionegro.com.ar

la peña


Un par de latas, una caja de cartón, dos porongos de esos que se usan para hacer mates, un par de alambres bien estirados y mucha, pero mucha buena voluntad, alcanzaban para empezar con el bochinche. No éramos más de tres o cuatro los músicos muy bien distribuidos en distintos sectores del escenario elegido. Esos eran nuestros sueños de músicos famosos, con la convicción de que tocábamos y cantábamos de maravilla, por eso le dábamos bien fuerte a la lata y gritábamos para que el barrio en pleno nos escuchara. Un paredón de piedra de no más de un metro o un poquito más de altura, servía para que ocasionales transeúntes se detuvieran un instante a escuchar las melodías. En realidad no eran ni orquesta, ni melodías, ni buenos músicos y mucho menos buenos cantantes. Éramos una junta de niños de entre cinco y siete años que soñábamos con ser músicos... y de los buenos. Claro, quién no utilizó alguna vez una escoba para simular una guitarra y ese instrumento, que en la orquesta infantil no tenía sonido, también formaba parte del desfile de talentos en veremos. Una batea grande de cemento donde mi madre solía lavar la ropa, un nogal bien alto que daba sombra a la batea y un canasto de vino, de esos que venían de hierro, servían para que el grupo que nunca tuvo nombre, desplegara sus capacidades musicales. Se organizaba el bochinche, acordábamos el horario, siempre después de las 17 porque a esa hora terminaba la siesta y también por ahí se levantaba el cura que vivía en frente, y poco después poníamos manos y cuerdas vocales en marcha para interpretar temas muy variados. El elegido para iniciar el show era un tema cuyo autor no conocíamos, pero se llamaba “El reloj”. No sabíamos toda la letra, pero creíamos lucirnos siempre con nuestra interpretación. Decía: Reloj no marques las horas Porque voy a enloquecer Ella se irá para siempre Cuando amanezca otra vez No más nos queda esta noche Para vivir nuestro amor Y tu tic-tac me recuerda Mi irremediable dolor Reloj detén tu camino Porque mi vida se apaga... Pero pegadito nomás empezábamos con “Merceditas”, cuya letra sabíamos completa porque nos la enseñaban en la escuela. La distribución en el escenario del patio de mi casa era por demás compleja. La batea de la ropa era para un primo un par de años más grande, que era la estrella del grupo, porque sabía tocar, cantar, bailar y moverse al ritmo de la música en el escenario. Ninguno de los demás podíamos hacer todo eso. Además, se le escapaban con frecuencia unas cuantas malas palabras de aspirante a adulto. En la tercera rama del nogal estaba mi hermano que también desde ahí hacía su aporte al sonido y una especie de segunda voz. En el canasto de vino, el más chico, es decir yo, que no tenía permitido subirse al árbol, salvo que sumáramos un integrante al grupo ocasionalmente y eso me daba derecho a llegar hasta la primera rama. Ante el 1-2-3 de nuestro cantante estrella, la orquesta empezaba a sonar al ritmo de tres niños capaces de hacerse escuchar a un par de cuadras a la redonda. Esos tres chicos tenían el sueño grande de ser músicos y cantantes famosos. Sin embargo, la realidad les dijo pronto que ese no era su fuerte, que probaran yendo a la escuela y tal vez algún día tendrían otra oportunidad. Esos músicos y cantantes hoy son todos padres, vivieron una infancia a pleno, donde la música tenía su propio escenario. Sueños como estos hay miles y todavía, a pesar del tiempo, están en marcha.

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