Susana y yo

Hace poco se celebró el día de las empleadas domésticas. O trabajadoras domésticas, diferencia que me parece innecesaria; y ya que estoy poniendo en duda algunos términos, también pongo en duda que muchas de ellas hayan “celebrado”. Prefiero suponer que estamos ante una fecha con sentido de reivindicación. El lenguaje a veces nos disfraza, pero a veces nos desnuda. No está muy lejos referirse a estas mujeres como “sirvientas”, y tal denominación expresaba la baja valoración social y personal. Hubo un salto cuántico con la presencia de Eva Perón, durante el primer tramo del gobierno electo en 1946. Y otro salto cuántico –para atrás– cuando este gobierno fue derrocado por la dictadura de 1955. Sin embargo, los derechos quedan. Pequeñas islas, determinados niveles organizativos, la conciencia de ser parte de una lucha más amplia que ellas mismas… lo imbatible de tener alguna cuota de poder o dignidad alguna vez es que jamás se olvida que es posible. Tarde lo que tarde. Así es que hoy usted y yo y tanta gente tiene que tener en cuenta el salario que fija el Ministerio de Trabajo, por hora, por semana, por mes, y pago con recibo de por medio, y aporte jubilatorio… no le diré que estos derechos han alcanzado al cien por cien de las interesadas, pero sí que se ha avanzado. Lo que me trajo el pasado es mi propia experiencia como doméstica, que la tuve. Un retazo de los viejos buenos tiempos –viejos por lo lejano, buenos por la intensidad– que fue un paréntesis más que raro de los tumultuosos años de 1974 y 1975. En supersíntesis: desatada la represión sobre la militancia, fui a parar a Bahía Blanca. No era yo sola, claro. Y dada mi exposición pública en las provincias de Río Negro y Neuquén no podía aspirar a ningún trabajo que me pusiera bajo la lupa del Estado. Así fue que Susana –que tal era mi nombre– empezó a trabajar por hora en varias casas de familia. Nada de recibos, nada de jubilación, nada de nada, salvo la recomendación de alguien a alguien: “Conozco una chica muy trabajadora y honrada, te va a venir bien”. Le diré que fue un paréntesis de paz donde la violencia y la incertidumbre me esperaban apenas me iba. Podría suponerse que fue para mí un descenso social muy traumático, perteneciendo en otra vida, que parecía muy lejana, a la clase media. En realidad, mis problemas estaban en tal escala que lavar, planchar, cocinar, etc., parecía un recreo. Por otra parte, como descubrieron inmediatamente mis patronas, yo era realmente muy buena. Cualquier mujer que haya tenido que llevar una casa y/o ayudar a su madre en el cuidado del hogar, como fue mi caso, sabe que el trabajo es el mismo, sólo cambia la valoración social; no es poco, claro, pero no era mi mayor problema. Mi aspecto, por otro lado, era del montón: una flaca de vaqueros y pelo largo agarrado en una cola de caballo, de hablar parco y sencillo. Hubo una señora, madre de un marino, que me tendía trampitas: un anillito debajo de la mesita de luz, unas monedas sueltas por ahí… se le pasó pronto y su máximo elogio de clase alta fue decirme “Susana, qué suerte que no sos como esas negritas del norte, vagas, ladronas…”. Si supieras, pensaba yo. Otra tuve que andábamos de maravilla hasta que su marido empezó a venir a la casa cada vez más temprano e inició una serie de charlas y preguntas y confidencias con Susana. Antes que yo renunciara, la mujer, precavida, dijo que no me necesitaba más. De la que me acuerdo con cariño era una modista tan aquejada de sus huesos por la postura encorvada durante horas ante la máquina de coser que realmente, era la única que me necesitaba en serio. Con ella, éramos dos trabajadoras. Es lo que ocurre, en verdad: empleada y patrona son dos trabajadoras, desde que las mujeres ganamos la calle y los oficios y profesiones. Mi ventaja es tener la vivencia de las dos partes.

MARíA EMILIA SALTO bebasalto@hotmail.com

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