Alan Pauls escribe sobre “Los monstruos más fríos”, de Silvia Schwarzböck

La novela de Silvia Schwarzböck pone a punto una cuestión que los historiadores, ensayistas y críticos rara vez abordan sin caer en la trampa del rencor o la melancolía: el legado del cine.

¿Qué queda del cine en el siglo XXI, cuando las salas se extinguen, las películas se ganan la vida como salvapantallas y las generaciones que producen imágenes ya no miran cine? “Los monstruos más fríos” pone a punto una cuestión peliaguda, que los historiadores, ensayistas y críticos rara vez abordan sin caer en la trampa del rencor o la melancolía: el legado del cine.

La primera, formidable novedad del libro de Silvia Schwarzböck es una novedad de tono. Ni lamento, ni resentimiento, ni siquiera el consuelo de la reminiscencia feliz, que repertoria ante el cajón las hazañas que el muerto supo cometer en vida para una época que ha muerto con él, y que es lo que en el fondo velamos.

Schwarzböck es rápida, ágil, incluso atropellada. Tiene mucho que decir y poco tiempo, parece, para decirlo, de modo que asesta sus frases-axiomas como latigazos, razona y provoca a la vez, es tan obsesiva que hasta argumenta cuando se va por las ramas y contrae la Historia con toda clase de atajos sinápticos: de Dadá a Abu Ghraib, de Hitchcock a Takeshi Miike, de Straub y Huillet al copyleft, de Gilles de Rais a Harun Farocki. Como el bello título del libro lo hacía presagiar, todo es muy alemán en “Los monstruos más fríos”.

Pero la experta en Adorno que es Schwarzböck demuestra lo ducha que es también en conjurar duelos. Es como si un viento nietzscheano despertara al alba al batallón crítico movilizado por el libro -Benjamin, Kracauer, Simmel, la teoría crítica, Alexander Kluge- y lo pusiera a brincar y hacer flexiones y retozar entre las ruinas de un arte que ya no tiene nada que enseñarnos porque nos lo enseñó todo. Y “todo” quiere decir: a ser un público.

Esa es la tesis de Schwarzböck (y también su garantía contra la nostalgia): lo que queda del cine es esta clase fría de monstruo que somos cada vez que miramos algo: una imagen de cine, sin duda, pero también un flash de información, una obra de arte contemporánea, una película porno.

El cine fue generoso: llamado desde sus orígenes a ser un arte de Estado, como lo vislumbró Lenin en los años 20, nos formó para mirar cualquier cosa con esa mezcla de avidez e impasibilidad, fruición y sangre fría, que hoy proyectamos sin mosquear sobre las imágenes más extremas.

El cine nos hizo monstruos, monstruos fríos, es decir: no psicológicos, lo que agregaba a la famosa suspensión de la incredulidad –exigencia de la ficción– la suspensión psíquica reclamada por un real condenado a irrumpir como aberración, atrocidad, abyección límite. Ser una máquina: el viejo sueño de Warhol es el público, no el artista, el que lo hizo realidad. Y si lo hizo fue gracias al cine y su pedagogía salvaje. Es en este sentido que aun los que ya no ven cine siguen poseídos por el cine, perpetuando y reescribiendo su enseñanza. Son público, y cualquiera que hoy sea público es heredero y deudor de la tradición cinematográfica.

De algún modo, “Los monstruos más fríos” activa en el campo del cine la sospecha que Barthes dejaba picando al final de “La muerte del autor”, al decir que el RIP autoral tal vez no anunciara otra cosa que el advenimiento del lector, instancia subalterna y postergada que acaso tuviera algo que decir a propósito del sentido. Schwarzböck va más allá que Barthes y dice que el público siempre formó parte del cine, no solo como receptor, como el otro del autor (una categoría que la naturaleza industrial misma del cine bastaba para poner en cuestión), sino también, y sobre todo, como componente intrínseco de la obra cinematográfica.

El cine de Estado lo había pensado como “material”, en la medida en que las estéticas revolucionarias, ya fueran socialistas o fascistas, no buscaban sino trabajar la jugosa apatía de esas masas que el cine –que no les exigía nada, ni cultura, ni saber, ninguna expertise previa– era el primer arte de la historia en reclutar democráticamente. Es con el cine moderno, sin embargo, cuando el público, dice Schwarzböck, recibe su upgrade decisivo y se vuelve soberano. Con el cine pos Auschwitz –con la célebre pregunta: ¿cómo mostrar los campos?- se acaba el sueño del cine de Estado. Ser un cineasta moderno (ser Rossellini, por ejemplo) es decirle que no al Estado (a las masas, a la industria), pero es también hacer posible la aparición de una manera de mirar nueva, disociada, dislocada, impersonal: una mirada “desde fuera del cuerpo”.

En ese sentido, dice Schwarzböck, “que alguien pueda mirar imágenes explícitas de tortura (…) no puede interpretarse más como una falta de empatía sino como un triunfo paradójico de la cultura audiovisual forjada por el cine (…). Los espectadores, llorando, riendo y gritando, aprenden lo que los cineastas más avanzados consideran sus lecciones de estética: a identificarse con la cámara, no con los personajes”.

¿Qué inventa, pues, el cine? Relatos, por supuesto, y formas (el primer plano, el montaje), y modos de producción, y mitologías, pero sobre todo ese sujeto colectivo que es el público, menos una categoría sociológica que estética, y que con la escena de la ducha de “Psicosis” (1960) es digno, por primera vez, de llamarse perverso. Schwarzböck marca en Hitchcock un antes y un después en la historia de lo explícito cinematográfico, y hasta una cierta huella precursora del papel que el porno –en todas sus variantes– jugará en el contexto del cine contemporáneo. En los cincuenta planos con los que Janet Leigh es desterrada de la slasher movie más arty del siglo se juega un modo radicalmente nuevo de asistir al sufrimiento ajeno, el mismo que nos programa, más de medio siglo después, cuando vemos una catástrofe live por TV o cualquiera de las evidencias con que lo real irrumpe a nuestros ojos bajo la forma de una imagen. “Los monstruos más fríos” rastrea la emergencia de esa función perversa –mirar el dolor de los demás– a lo largo de una serie de “reescrituras” significativas que el cine atraviesa a lo largo de su historia. La explicitud, el vitalismo televisivo, la estética marxista de la no reconciliación y el infinito de la vida virtual de la web son algunos de los episodios históricos en que Schwarzböck declina los rostros y los modus operandi de una figura cultivada, desinhibida, autoconsciente –el espectador–, que si nos hiela un poco la sangre es porque se parece mucho a nuestro autorretrato.

“La primera, formidable novedad del libro de Silvia Schwarzböck es una novedad de tono. Ni resentimiento, ni lamento…”.

“Schwarzböck es rápida, ágil, incluso atropellada. Tiene mucho que decir y poco tiempo, parece, para decirlo”,

sostiene Alan Pauls en su crítica de “Los monstruos…”

¿Quién es

Silvia Schwarzböck?

Datos

“La primera, formidable novedad del libro de Silvia Schwarzböck es una novedad de tono. Ni resentimiento, ni lamento…”.
“Schwarzböck es rápida, ágil, incluso atropellada. Tiene mucho que decir y poco tiempo, parece, para decirlo”,
Silvia Schwarzböck es doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Dicta Estética, como profesora titular regular en la UBA. También es docente de en la Universidad Nacional del Litoral y en la Universidad Nacional de Rosario. Publicó los libros “La herencia de Prometeo” (1996), “Estudio crítico sobre Crónica de una fuga” (2007), “Adorno y lo político” (2008) y “Estudio crítico sobre Un oso rojo” (2009), entre otros.

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