Atletismo brindó un espectáculo inigualable

Maurice Green ganó brillantemente los cien metros llanos

SYDNEY (Especial par «Río Negro», por Alfredo E. Celani) – El reloj electrónico del Olympic Stadium de Sydney indicaba las 20.20 del sábado. En ese momento, el visor digital ocultó la referencia horaria para exhibir otra. «Final men 100 metros» señalaba en su línea superior. En la de abajo «0.00». Sólo faltaba escuchar el disparo para que se pusiera en movimiento el cronómetro.

La muchedumbre hizo un profundo silencio y clavó la mirada en esos ocho hombres dispuestos para la gran carrera. Máxima justa del deporte olímpico.

El estadio había comenzado a llenarse desde muchas horas antes. Ya por la mañana, cuando se inauguró la sección de atletismo, la gente fue probando distintas zonas del gigantesco escenario. A las cinco, cuando todavía faltaba más de una hora para el segundo turno que, entre cosas cosas, incluía las finales de los cien metros de hombres y mujeres, ya no había un lugar disponible.

El aforo de las ciento diez mil personas estaba a pleno. Acá no hay posibilidades de un lugarcito en las escaleras o en sitios que no sean los determinados. Se posee el ticket o a verlo por televisión. Ni siquiera para los periodistas. Estas pruebas del atletismo, cuadros definitorios del básquet y el tenis, requieren acreditación adicional.

El jefe de prensa de la delegación argentina había convocado a los periodistas de nuestro país.

Existía una decena de tickets. Y ni uno más para la veintena de colegas. «Río Negro» tuvo la suerte de entrar en el primer lote de «agraciados». El último par debió requerir de un sorteo.

Si vivir este momento del atletismo en el estadio ya era un placer, cualquiera se puede imaginar lo que era estar ubicado en la tercera fila de la platea más baja, a escasos cinco metros de la pista. Y casi a la altura de la línea de llegada.

Las semifinales en los cien metros habían servido apenas para palpitar lo que sucedería en poco menos de una hora. La estadounidense Marion Jones hizo un tanteo de lo que vendría luego, al igual que su compatriota Maurice Greene.

La simpática Marion Jones se hizo un pic-nic en la final. Estableció un neto de 10s 75/100, contra los 11.12 de su escolta la griega Ekaterini Thanou.

La carrera fue un preanuncio de la otra definición. Ayudó a preparar el clima. A las 20.20 se detuvieron las disciplinas que se desarrollaban en otros sectores. Las ciento diez mil personas enfocaron la mirada en la zona de los partidores.

En el andanivel cinco, el gran candidato, Maurice Greene. El africano Aziz Zakari se ubicó en el «callejón» dos y por el ocho Ato Boldon, el de Trinidad y Tobago que asomaba como uno de los desafiantes del favorito.

Suspenso absoluto. En todos. El estadio hizo un silencio casi total. El momento cumbre de la máxima prueba olímpica estaba a segundos, nada más.

Una falsa partida del británico Dwain Campbell, acentuó el suspenso. Hasta que a las 20.21 sonó el disparo. Se largó. Se sucedieron miles y miles de fogonazos en las tribunas como si fuesen estrellas parpadeando entre la gente.

Boldon soltó mejor las piernas en la salida. Pero ahí estaba Greene, dispuesto a imponer lo suyo. Se vinieron como una exhalación. Un rush tremendo. Con la velocidad del viento.

El silencio de la multitud cambió a un bramido que se hizo ensordecedor. Pareció estremecerse el cemento. Se erizaba la piel. La emoción toda junta como contenida en la garganta.

Hay que estar ahí, en la final de los cien metros, para darse una idea de lo que es estar tan cerca de la pista.

Al promediar la prueba, Greene estaba adelante. No había tregua. Ganó por poco más de un paso. Apenas doce centésimas.

Una carrera electrizante. Greene cruzó la meta luego de 9s 87/100 de carrera. No pudo estampar nuevo récord olímpico. Quedó a tres décimas de la marca de Bailey y a doce centésimas de su propia plusmarca mundial.

Aún así, fue un incuestionable ganador. Levantó los brazos y luego se arrodilló abrazado a su escolta Boldon.

En el ritual de la vuelta olímpica y enfundando la bandera de su país, el estadounidense arrojó su calzado de competir a la gente, como generosidad por tanta admiración.

El festejo duró un buen rato. Y todavía los ojos de Greene trasuntaban la emoción por semejante momento.

Un momento que sólo hay que estar allí adentro, vivirlo bien de cerca, para comprender lo que es. Un espectáculo inigualable.


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