BEATRIZ SARLO

La docente, investigadora y ensayista Beatriz Sarlo acaba de presentar un nuevo libro –“Escritos sobre literatura argentina”, publicado por Siglo XXI– que traza un recorrido que va desde Sarmiento y el origen de la cultura argentina, pasando por el criollismo de Borges, hasta la poética de la incertidumbre en Saer y el escenario que hoy nos presenta la ficción. En este “Cultural”, una entrevista con esta referente ineludible de la crítica literaria argentina.

Beatriz Sarlo nació en Buenos Aires en 1942. Su primer libro, un estudio sobre la crítica literaria en el siglo XIX, apareció en 1967. En los años '70, con Ricardo Piglia y el historiador Carlos Altamirano que con Sarlo había abandonado el Partido Comunista Revolucionario crearon la revista «Los libros», que el Ejército cerró. Unos años más tarde, en plena dictadura más precisamente en marzo de 1978, el trío decidió fundar «Punto de vista» que, a casi treinta años de su aparición, sigue congregando en sus páginas las principales ideas y debates de los ámbitos de la cultura, la estética, la sociología y la política.

Entre 1984 y el 2003 se hizo cargo de la cátedra de Literatura Argentina de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. «Pensé que había terminado un ciclo, que ya no tenía mucho más que hacer y que no quería repetir burocráticamente lo que hacía», explicó cuando decidió alejarse.

Es autora de numerosos libros ensayísticos sobre temas cotidianos, como «Una modernidad periférica» (1988), donde establece los vínculos de la literatura con las transformaciones sociales y políticas de las décadas del '30 y '40, fundamentales en el desarrollo social y cultural de Buenos Aires; «Escenas de la vida posmoderna: intelectuales, arte y videocultura» (1994), en el que el fin de siglo, la tecnología y el individualismo son protagonistas, e «Instantáneas: medios, ciudad y costumbres en el fin de siglo», en el que describe las nuevas formas del amor y la belleza, la cultura de la inmediatez, la videopolítica y el ciberespacio.

Además, se ha ocupado de la literatura sentimental en «El imperio de los sentimientos» (1985), donde analiza las historias del corazón de tipo folletinesco publicadas por entregas en la Argentina entre 1917 y 1925, que definió como textos de la felicidad caracterizados por lo que llama un conformismo y que son asistidos por el tema del amor como materia narrativa primordial.

Las concepciones políticas que trasuntan los textos de Jorge Luis Borges también fueron materia de investigación, volcadas en su libro «Borges, un escritor en las orillas» (1995).

En «La máquina cultural» (1998) traza el itinerario de la cultura argentina del siglo XX a través de las historias de maestras, traductores y vanguardistas.

En «La pasión y la excepción» (2003), Beatriz Sarlo relacionó la lectura de personajes y circunstancias clave en la cultura y la política argentina: la muerte de Pedro Aramburu a manos de los Montoneros, la publicación casi simultánea de un cuento de Jorge Luis Borges («El otro duelo») y la creación del mito de Eva Perón.

En el 2005, con su libro «Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión», examinó críticamente la utilización del testimonio y de la autobiografía en la construcción de la memoria de los '60 y '70.

Un año después, los ensayos de «Tiempo presente: notas sobre el cambio de una cultura» nos hicieron reflexionar sobre la manera en que repercuten en nuestra vida las nuevas formas de la ciudad, la sociedad de consumo, la new age, la política, el mercado y el Estado y las identidades culturales.

¿Cuál es el eje que recorren los textos incluidos en «Escritos sobre literatura argentina»?

Básicamente dos, que podrían formularse como preguntas: ¿qué fue la modernidad y qué fueron las vanguardias en la Argentina?, por una parte. Es decir, las formas culturales de construcción de una ciudad moderna, y digo «ciudad» porque los textos sobre los que escribí son básicamente urbanos y exponen la invención de la ciudad como mito y su construcción como espacio de conflictos y de promesas. La segunda pregunta es: ¿cómo leer a los escritores contemporáneos, cómo leer sin la perspectiva de una historia que los ordene?. El problema de la lectura del presente implica siempre el riesgo de la equivocación en términos de futuro; por ejemplo, que dentro de veinte años otros lectores se pregunten sobre los motivos por los cuales una crítica estableció sus valores. Hoy esto nos sucede respecto de Eduardo Mallea, por ejemplo. Nos resulta inexplicable que alguien pudiera leerlo con interés hace medio siglo.

¿De qué manera descubrir los ecos de la sociedad y de la historia en los textos literarios?

No existe una sola manera de seguir las huellas sociales en el arte. Tampoco existe una sola forma en que lo social emerge o se oculta en la literatura. Hay períodos o tendencias en los que la narrativa se ocupa intensamente de la representación (por ejemplo, en el naturalismo o en la non fiction) y otros donde las rupturas vanguardistas desplazan la representación del centro de lo literario. No se pueden leer todos los textos como si fueran igualmente sociales. Las marcas de lo social en Jorge Luis Borges, en Juan José Saer o en Manuel Puig no aparecen del mismo modo ni tienen los mismos perfiles. En consecuencia, no hay tampoco una única mirada social sobre la literatura. Sería torpe leer a Borges en términos de representación, y sería igualmente torpe ignorar que hay representación en Roberto Arlt. En Borges, lo social está más figurado (quizá incluso toma la forma de lo alegórico en algunos relatos); muchas veces Borges escribe en una dimensión que es imposible traducir a lo social de modo directo. O sea que pensar a Borges y a Arlt con los mismos instrumentos críticos es un acto un poco ilusorio, por no decir descabellado.

Una de sus ideas se basa en que la ciudad es un escenario de modernización cultural y de vanguardia.

En efecto. Esta, quizá, sea una idea central de estos «Escritos sobre literatura argentina», como lo fue de libros anteriores como «Una modernidad periférica» o «La imaginación técnica». La ciudad es una máquina pro

ductora de ficciones y de mitos modernos porque ella misma es pensada como la configuración espacial de la modernidad y del mito. Entre ciudad, campo literario y literatura hay un sistema de redes, por lo menos a partir del siglo XIX europeo. En este sentido, Buenos Aires responde con bastante cercanía a ese tipo ideal de ciudad moderna donde, junto con los procesos de modernización económica y demográfica, se producen los espacios destinados a ser escenario de las vanguardias estéticas. A partir de la segunda década del siglo XX, Buenos Aires ya tiene un perfil cosmopolita y metropolitano. Sus escritores tienen conciencia de vivir en esas dimensiones culturales de la modernidad.

Entonces, ¿cómo pensar la crítica literaria hoy?

Cada uno la pensará de acuerdo con sus intereses intelectuales. En lo que me concierne, no puedo hacer una crítica que no esté fuertemente movida por la intervención sobre el presente. Pienso en un tipo de crítica que plantee debate ideológico y estético, que tome posición, que sea analítica y precisa pero también valorativa. Esa crítica corre todos los riesgos de la equivocación, pero probablemente se aleje del peligro del aburrimiento.

¿Con qué desafíos se encuentra actualmente la crítica?

Para mí, el desafío es que la crítica llegue a interesar a lectores no especializados pero que, a la vez, sean lectores de literatura. Ni se me ocurre pensar en una crítica que se dirija a todos los lectores de un periódico, sino a aquellos que habitualmente leen literatura pero no crítica, porque el discurso académico es aburrido (y estoy completamente de acuerdo con ellos: el discurso académico es aburrido). Sin embargo, tienen idea de que en los textos literarios hay preguntas complicadas que la crítica no necesariamente responde pero que rodea y, en ocasiones, articula con otras preguntas, incluso con interrogantes que no vienen de la literatura misma.

¿Qué implica leer desde el presente hacia el pasado, como usted sostiene?

Implica una resistencia al historicismo que, hace más de un siglo, ya criticó Nietszche. Mi impulso es leer en tiempo presente, aunque no tengo ninguna amnesia respecto de la historia literaria. Simplemente, leo desde la literatura que me es contemporánea, me muevo no de atrás hacia adelante sino, si es necesario, desde hoy hacia ayer. Me importa el futuro de la literatura tanto como su pasado, o probablemente más.

Muchos de los textos incluidos en este nuevo libro fueron publicados originalmente en diarios y suplementos culturales. ¿En qué se diferencian de los destinados al ámbito académico?

Incluso cuando escribo para el ámbito académico lo hago como ensayista, no como «investigadora». Con esto quiero decir lo siguiente: muchos de mis trabajos suponen largos períodos de biblioteca y de hemeroteca, es decir, de investigación pura y dura (por ejemplo: la lectura de diarios para «La imaginación técnica» o de folletines para «El imperio de los sentimientos»). Pero cuando me planteo un libro es como si entrara en una etapa en la que los planes de la investigación fueran desplazados por la voluntad de construir un objeto que tiene que ver con la escritura, con la argumentación, con las microficciones, con el ensayo. Por supuesto, una ponencia para un congreso pertenece a un género de texto tan absolutamente congelado que se vuelve inamovible. Esta es la razón por la que trato de no hacer demasiadas intervenciones en congresos académicos y, las que hago, intento que no respondan demasiado disciplinadamente al género académico. Comprendo que ésta es una libertad que el llamado «sistema científico» restringe y, sobre todo, la restringe a los investigadores más jóvenes. O sea que no puedo pasar por alto que liberarse del género académico implica una independencia relativa de las reglas del «sistema científico», aun cuando se lo integre.

¿Cómo explica el interés de algunos novelistas en situar sus historias en los años '70?

Sobre todo en los primeros quince años de la transición democrática ése fue el gran tema de la novela, porque fue el gran tema de centenares de intelectuales argentinos, de miles de ciudadanos que participaron en las organizaciones de derechos humanos, de periodistas, de historiadores. La literatura no fue una excepción. Como hoy no lo es el cine. Allí, en los setenta, hay dos violencias que explicar: la del terrorismo de Estado y la de la violencia revolucionaria. No son equivalentes ni una justifica a la otra; el Estado no puede consagrarse a la violación sistemática de los derechos humanos ni ejercer el terrorismo porque, en esos mismos actos, pierde su naturaleza política de Estado. Pero decir con énfasis que no son equivalentes implica también tomar la perspectiva de que ambas deben ser explicadas. La literatura es parte de esa explicación, y textos como «Glosa» de Juan José Saer o «Dos veces junio» de Martín Kohan tienen sus hipótesis políticas fuertes.

¿Por qué utiliza el término «etnográfica» para encuadrar a la novela actual?

Porque esa novela que yo caracterizo como «etnográfica» es la que se ocupa del presente más inmediato, lo actual de lo actual, en sus dimensiones de costumbres sociales y sexuales, de modas, estilos, caprichos y consumos. Capta la idiosincrasia del presente sin aspirar a representar todo el presente sino sólo una fracción, una pequeña sociedad (lo que algunos sociólogos llaman «tribus urbanas»), incluso un barrio. Para esa novela «etnográfica», las nuevas tecnologías son una especie de desafío formal. Eso se ve claramente en la literatura de Daniel Link, que explora las posibilidades de renovación de viejos tópicos ficcionales cuando son atravesados por la forma de nuevos discursos de fuerte base tecnológica.

¿Cómo es hoy la relación literatura argentina-academia?

Diría que existen dos vínculos fuertes. El primero es que muchos de los escritores menores de 40 ó 45 años han pasado por el entrenamiento académico en carreras de las llamadas «humanísticas» y, en especial, en Letras (así como la mayoría de los periodistas de esa edad proviene de las carreras de Comunicación). La segunda es que los profesores universitarios son también relativamente jóvenes y leen a sus contemporáneos, así como Ana María Barrenechea, en los años cincuenta y sesenta, leía a Cortázar. Hay un tercer motivo obvio: la literatura argentina es la literatura nacional y concentra una parte importante de las investigaciones, las tesis, lo que habitualmente se llama «vocaciones», y son elecciones de carácter, por un lado, ideológico y, por el otro, de mercado de trabajo.

En el libro señala que Ricardo Piglia es uno de los lectores más originales que ha producido la cultura argentina del siglo XX.

Creo que el lector más original es Borges. Piglia tiene, como Borges, el talento para ficcionalizar sus lecturas, como en «Respiración artificial», y también tiene el don del aforismo. Sus reportajes demuestran esto.

¿Qué críticos reconoce como modelos en el aspecto teórico?

Roland Barthes, Walter Benjamin y Raymond Williams fueron, sin duda, los tres que más me influyeron, aunque quizá debiera decir también que lo hicieron David Viñas primero y, mucho más tarde, Ezequiel Martínez Estrada, cuando pude darme cuenta de que «Muerte y transfiguración de Martín Fierro» es un libro no sólo materialmente descomunal.


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