Bibliotecas abiertas día y noche

La noche -las horas sin luz solar- está poblada de misterios desde la noche de los tiempos. La oscuridad invisibiliza todo, al menos para el ojo humano, sin que podamos saber todo lo que encierra. De ahí que la humanidad depositara en ella un inmenso acervo de miedos ancestrales y de mitos y fantasías, tanto horrorosos como dulces y plácidos.

Por más que la humanidad renazca metafóricamente de mañana y muera por las noches al ponerse el sol, el sueño nocturno no proviene del terror atávico a la oscuridad, ni de la consiguiente necesidad de guarecerse de ella cerrando los ojos ni de que durante millones de años no existiera luz eléctrica, sino de que nuestro reloj biológico se ajusta al tiempo del ciclo solar y no al que marcan los relojes tecnológicos. Por consiguiente, que las horas del sueño transcurran, en general, cuando no hay luz solar, no es un capricho de nuestra dotación corporal.

Pero los impulsos solares que condicionan nuestros ritmos del sueño no son irresistibles ni fatales aunque su alteración traiga efectos fisiológicos y psicológicos. Millones de personas trabajan de noche tanto o más tiempo que el de trabajo diurno habitual. Indudablemente, «el día» no podría funcionar socialmente sin esos ejércitos de trabajadores y profesionales noctámbulos.

Con todo, la noche también ha sido el horario de las brujas, las hadas y lo esotérico en general, además del marco ideal para las conspiraciones y las delicias de los amantes. Y, por lo que sabemos, quienes se ocupan en semejantes menesteres no suelen quejarse por no poder dormir de noche.

Lo mismo vale para millones de adolescentes y jóvenes que «viven de noche» entusiastamente y duermen de día, especialmente los viernes, sábados y domingos, con la consecuencia habitual de sus notorias ausencias, modorras y desganos del lunes a la mañana en las aulas.

Podríamos situar entonces varios escenarios para las andanzas nocturnas de la humanidad en el tiempo: el del campo de lo prohibido, ilegal y maligno; el de lo romántico, el de lo hedonista y pasatista y el del trabajo.

Queda aún un campo no relacionado con el mal ni con el placer, ni con lo frívolo ni con lo forzoso: es el de quienes estudian largas horas por la noche con una luz artificial, a veces hasta el alba, sea por fuerza mayor, sea porque su voluntad y sus afanes los compelen a robarle horas al descanso. Esos afanes individuales, relacionados con la educación y la cultura, tienen destino colectivo, son solidarios y positivos.

Este tipo de usuario de la noche incluye también a los investigadores, los creadores, los lectores compulsivos, los autodidactos e incluso los insomnes habituales que matan el tiempo leyendo signos alfabéticos, visuales, sonoros, etcétera.

Como bien saben los universitarios, el ámbito inicial suele ser la casa de uno -o la pensión- o la de los compañeros. No obstante, muchas personas -y no sólo estudiantes- querrían estudiar de noche pero carecen de un espacio cómodo o simplemente adecuado, por múltiples razones; a otros los desmotiva estudiar solos y otros querrían hacerlo en una biblioteca pública pero éstas cierran habitualmente a las 20 o a las 21.

Entonces, ¡una biblioteca nocturna sería la solución! Pero… ¿no acabo de decir que…? Sí, pero ¿qué impide tener un horario nocturno? ¿Quién lo prohíbe? Lo que no está prohibido está permitido, máxime si es necesario para algunos… o para muchos.

Así lo proponen hoy sociólogos, urbanistas, gestores culturales y hasta economistas, cada uno por razones muy atendibles. La inquietud prendió hace unos años en bibliotecas madrileñas universitarias, pasando a las de establecimientos terciarios y secundarios, públicos y privados, incluso a bibliotecas abiertas a todo público, brindando el servicio de 24 horas todo el año, excepto en Navidad, Año Nuevo y algún feriado.

Pronto se extendió a todas las bibliotecas de España, por demandas estudiantiles, primero para ¡los fines de semana!, luego para el mes previo a los turnos de exámenes y finalmente para todo el año.

Eso demuestra que estudiar de noche no es un sacrificio, sí un esfuerzo, pero también un derecho. Derecho a un ambiente adecuado para estudiar: bibliotecas cómodas, con repositorios bien provistos, con mesas atril y adecuada iluminación, además de sillas ergonómicas confortables, donde se pueda leer, hacer consultas, solicitar libros y tenerlos inmediatamente, hacer un descanso y ayudarse mutuamente a soportar el cansancio y el sueño.

La modalidad española es un ejemplo indiscutible de coordinación y complementariedad entre cultura y educación sistemática. No obstante, ya tiene varias décadas la propuesta originada en el servicio social de abrir las bibliotecas todo el día y toda la noche, y todo el año, como un derecho cultural amplio y abierto de cualquier persona, independientemente de sus condiciones, estado o circunstancias.

Más aún: esa propuesta se ha fundado en muchos lugares de América Latina con sentido de acompañamiento social a individuos y colectivos sociales vulnerables, para fomento de la lectura y el logro consiguiente de una actitud de autosuperación. Y también para que aquellos que no tengan donde transcurrir las horas nocturnas, tan hostiles en invierno para tantas personas sin abrigo, puedan recibir estímulos para su integración social mediante actividades culturales, incluidos los analfabetos, quienes dispondrían de formatos multimedia para compensar su no lectura alfabética.

Concluyendo, a las bibliotecas se va voluntariamente. Estudiar, leer, tomar apuntes, reflexionar, meditar en un ambiente de silencio, es un acto voluntario, es decir, un acto de libertad.

Recientemente, esta feliz iniciativa se trasladó en España a los museos. ¿Por qué no mantenerlos abiertos por las noches? ¿Quién lo ha prohibido? ¡Nadie!

Además… ¿nadie ha pensado que con mayor lógica los que deberían estar abiertos a toda hora y todo el año son los templos de todas las confesiones religiosas? ¿Alguien lo ha prohibido? ¡Por supuesto que no!

Todo esto sucede en España, estereotipada humorísticamente por los argentinos en un inexistente atraso cultural, para paliar la insoportable conciencia de nuestros propios fracasos reales, y a la que, sin embargo, no hemos trepidado en emigrar desde los '90 en busca de alivio para nuestras aflicciones del cuerpo y del alma.

¿Seremos capaces de replicar esa iniciativa en la Argentina, aunque sólo sea en pequeña escala?

¿Será únicamente la actual crisis energética la que nos lo impida?

CARLOS SCHULMAISTER (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Profesor de Historia


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