Cementerios

por Claudio Andrade candrade@rionegro.com.ar

Cerca de mi pueblo, Puerto Natales, hay un islote al que la gente del lugar llama Isla de los Muertos. Lo bautizaron así hace tal vez cien años o más porque según me han explicado, fue el primer cementerio de la zona: Provincia de Ultima Esperanza. Siempre me han parecido curiosos este tipo de nombres imponentes, tan de novela del siglo 19. Uno no sabe si representan una manifestación de optimismo o del más rancio pesimismo. Ultima Esperanza, Isla de los Muertos, y más abajo, Tierra del Fuego, Porvenir.

El cementerio de Isla de los Muertos es pequeño y humilde, y los nombres propios que alguna vez señalaron sus cruces se han borrado con el paso del tiempo. Las cruces de madera, grises, dobladas, ajadas por el viento, la lluvia y los temporales típicos del fin del mundo, indican a medias donde se enterró un cuerpo pero no a quién perteneció.

Nunca entendí los verdaderos motivos por los que siempre he disfrutado recorriendo los cementerios de los pueblos que visité a lo largo de mi vida, hasta que un día Ciorán me reveló un sentido para este macabro hobby. Entre las tumbas de los que se han ido recuperamos una especie de conciencia vital. El filósofo rumano contaba que cada vez que se sentía deprimido se iba a pasear por alguno, como quien se toma un café y dejar pasar, fácil, las horas. Estoy convencido de que si Ciorán hubiera venido a la Patagonia se habría maravillado ante el desolador paisaje de sus cementerios.

Hace un par de años con unos amigos tomamos fotografías de otro camposanto ubicado a orillas de la ruta 40. Pertenecía a un pueblo pequeño del que me he olvidado el nombre. El paisaje vacío tenía un poder hipnótico semejante al que se siente al pie de las montañas o frente a un glaciar. Pero la palabra vacío es apenas un placebo en esta descripción.

Recuerdo un océano gris y azul colgando del cielo, cubierto de nubes como barcos, y abajo otra inmensidad, regada de cruces que alguien muy diligente mantenía pintadas y pulcras. Porque era un cementerio perdido de las grandes urbes más no olvidado por sus deudos. Estos muertos de los que hablo no estaban huérfanos de un alma que los recordara.

En uno de los tantos viajes que realizamos junto al fotógrafo César Izza, nos encontramos con uno de los cementerios más singulares de los que haya oído. Solo por unas horas pudimos atravezar las puertas del cementerio del antiguo asentamiento de Paso Flores, puesto que desde hacía tiempo el agua de una represa lo había cubierto por completo. Junto a Klaus, uno de los miembros de esta comunidad de raíces alemanas, caminamos entre los perfectos montículos que el agua había conservado con ternura. Supe entonces, como ahora, que era un testigo privilegiado de un hecho fortuito. El fenómeno duraría muy poco, pronto el agua volvería taparlo todo con su manto perpetuo. El agua guardaría ocultas las historias, las pasiones y las sombras de quienes una vez habitaron esta parte del planeta.

Por siempre jamás, nadie sabrá que aquí estuvimos, dice el protagonista de «Pandillas de Nueva York», el filme de Martín Scorsese, antes de marcharse de Manhattan. Luego, con el cementerio en primer plano, el director va mostrando la evolución de la isla desde el pasado hasta la actualidad, cuando ya los pastos han crecido y negado el dolor ajeno. Ni siquiera una huella de sus antiguos habitantes quedaría en aquel reducido espacio.

En una película marcada por la violencia y la intensidad, esta escena quieta, desnuda, es la que más me estremeció. Haber vivido repleto de sueños para finalmente ser olvidado, representa el más triste castigo de los hombres. En mi pueblo hay dos cementerios. Al que quedó en el centro lo llaman el Cementerio Viejo, y al otro, ubicado en las afueras, el Cementerio Nuevo. En el primero prácticamente no hay espacio. Mi abuela Julia y mi abuelo Antonio tienen reservados dos nichos en el segundo. Son rectángulos estrechos, asfixiantes, pero claro, qué le importa a uno si se está muerto. Aunque a mi abuela el tema todavía le preocupa. El día que mi madre le comentó que había pagado los lugares se molestó porque, de los dos nichos, a ella le dieron el de abajo y al abuelo el de arriba. «Ah, pero a él le tocó el mejor lugar, abajo uno queda muy apretado, pue», dijo en un tono que erradicaba toda posibilidad de humor negro.

Por mi parte hace tiempo que tengo planificado que me entierren en un campo, a la sombra de un árbol. Probablemente en Chiloé, o, quién dice, en la mismísima Isla de los Muertos. No me molestaría perderme en su silencio.


Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios