Competencia 30-08-03

Dicen que el jugar es una actividad inherente al ser humano, y que a cualquier edad jugamos, de las muñecas al casino, de la pelota al club de primera, con miles de escalas previas, y que el deporte es una de sus expresiones más acabadas. Del juego devenido en deporte dicen, también, que es bárbaro para sacar a los chicos de la calle, para experiencias de socialización y todo lo que usted quiera.

Hasta aquí, la teoría, que tiene la ventaja de ser tan prolija, de venir como anillo al dedo para analizar un problema de fondo, que exige un debate profundo con múltiples abordajes, y todo el palabrerío hueco que sufrimos todos los días.

La práctica, que tiene la mala costumbre de contradecir teorías tan lindas, demuestra que los pibes tienen una cada vez más corta edad de juego, de juego-juego, ese donde se divierten, vuelan, se revuelcan, llegan a la casa mugrientos y con unos colores que envidiaría cualquier línea de cosmética internacional.

En la realidad, en cuanto abandonan el baldío o la plaza, e ingresan en alguna institución, privada o pública, -para lo que les quiero decir es lo mismo- el juego se transforma en competencia, aunque no lo digan de forma explícita. Y la competencia entre niños mata el placer, los mete en un baile que no pueden controlar, presas fáciles de padres y madres que ven al futuro Maradona en su tierno retoño y dale a ese hijo de puta, mirá lo que le hizo, corré, ese árbitro en qué luna vive, yo voy a hablar con los directivos, faltaba más…

A esa altura del razonamiento estaba, cuando tuve una brillante idea -hoy Beba está con la autoestima alta, como verán- que consistió en consultar con mi hermana Mariela, que es una idónea en el tema, experta en niños, por dos razones, a saber: una, tiene siete hijos que van de los ocho a veinte años; y dos, ella es docente de futuras maestras jardineras. Entonces me contó que lo de los adultos es tal cual, pero mi idea del niñito tipo página en blanco era un poco ingenua -eso no lo dijo, porque soy su hermana mayor y no me habla así, eso es cómo me sentí -.

Lo que ocurre es que la edad del juego libre se termina alrededor de los diez años, y después, como parte de la evolución natural y de la supervivencia, el pibe desarrolla un sentido de competencia, quiere ganarle al otro, ser más ágil, más fuerte: se está probando.

Y es sobre esta base natural sobre la cual puede actuar el adulto, entrometiendo sus propias fantasías no realizadas, su necesidad de prestigio frente a sus pares, todo lo cual exaspera la citada tendencia natural y convierte a los niños en objetos lanzados a una carrera que los supera, donde tiene que quedar bien con papá y mamá, que lo quieren tanto, y les falló, y…

Como si esto fuera poco, también presiona otro referente importante: el entrenador, que tiene que demostrar que sus pibes son los mejores frente a sus propios pares, y entonces si uno del equipo no anda bien no juega, queda en el banco, frustrado, y lo más probable es que sus compañeros lo carguen o desprecien haciéndolo a un lado. De modo que una actividad placentera, devenida en competencia adulta, fiel reproducción de los criterios de exclusión que nos caracteriza, se convierte en una pesadilla despierto; para el pibe, desde luego.

Queda claro que hay padres, entrenadores e instituciones que no son así, pero según parece, la tendencia dominante es la del tipo día de furia, y atraviesa las clases sociales, poniéndose más compleja a medida que la plata introduce elementos como el equipo, la marca, los viajes, los premios…

Vamos, yo sé que hay cosas muy difíciles de cambiar en este mundo, pero las actitudes podrían ser parte de las que sí se pueden cambiar. Y en bien de no reproducir el modelo de exclusión en el deporte, ¿no podríamos conjurar al infante que llora en el fondo de nuestra historia, reconciliarnos con él, y dejarlo jugar?

 

Beba Salto

bebasalto@hotmail.com


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