Fronteras abiertas

A juzgar por la cobertura mediática en nuestro país y en otros de América Latina del problema planteado en Estados Unidos por la inmigración ilegal, la mayoría abrumadora de los habitantes de la región cree que cualquier intento de frenarla es forzosamente “racista”, razón por la que deberían eliminarse todos los controles fronterizos para que las personas puedan entrar en cualquier país y salir de él sin que nadie procure impedirlo. ¿Es así? Claro que no. Todos los países discriminan entre aquellos inmigrantes que han cumplido con los trámites considerados necesarios y los “sin papeles” que, por los motivos que fueran, no quisieron o no consiguieron hacerlo. Por lo demás las leyes correspondientes de México, el país cuyo gobierno ha protestado con más vigor contra la voluntad del gobierno estadual de Arizona de discriminar contra los inmigrantes ilegales, son mucho más rigurosas que las de Estados Unidos y, como si esto no fuera suficiente, las autoridades mexicanas persiguen con brutalidad notoria a los centroamericanos que se burlan de su propios controles fronterizos, por lo general con el propósito de seguir viaje hacia un país que, de tomarse en serio las críticas de muchos intelectuales latinoamericanos, es un infierno dominado por el capitalismo más salvaje. Según Amnistía Internacional, decenas de miles de centroamericanos han sido víctimas de los abusos constantes que representan “una grave crisis de derechos humanos”, ya que policías y funcionarios mexicanos participan con frecuencia en los robos, secuestros, violaciones y asesinatos de quienes entran ilegalmente en su territorio. De haber querido el gobierno de Arizona ser realmente duro, pues, se hubiera limitado a importar la legislación inmigratoria mexicana. Lo mismo que en otras partes del mundo, la actitud frente a la inmigración masiva, sea legal o no, de los norteamericanos depende en buena medida de sus propios intereses. Muchos empresarios y otros de ingresos altos están a favor de tolerarla por entender que les asegura una fuerza laboral relativamente dócil que se conforma con salarios bajos, mientras que quienes tienen que competir con los inmigrantes en el mercado de trabajo están entre los más contrarios a la flexibilidad ya tradicional. Con todo, escasean los convencidos de que le convendría a Estados Unidos expulsar a todos los ilegales, de los cuales muchos han estado en el país desde hace décadas y tienen hijos que son ciudadanos norteamericanos. En cuanto a los políticos, suelen preocuparse por el voto “hispano”, pero no pueden darse el lujo de pasar por alto el hecho de que, según las encuestas de opinión, la mayoría de los norteamericanos quisiera reforzar cuanto antes las barreras contra la inmigración ilegal y en consecuencia apoya “la ley de Arizona”. También incide el conflicto feroz entre las fuerzas de seguridad mexicanas y los cárteles narcotraficantes: por razones comprensibles, a pocos norteamericanos les gustaría que su país se viera convertido en un nuevo campo de batalla en una guerra que ya ha costado miles de vidas. Otro motivo de inquietud consiste en el peligro de que terroristas procedentes de Pakistán o países del Medio Oriente aprovechen lo fácil que es entrar en Estados Unidos desde México. El presidente norteamericano Barack Obama, como su antecesor, George W. Bush, se ha propuesto intentar hacer menos porosa la frontera con el vecino del sur por un lado y, por el otro, facilitar la integración de los aproximadamente 11 millones de ilegales que ya están en Estados Unidos. Dadas las circunstancias, se trataría de la única forma razonable de atenuar el problema, pero al radicalizarse las posturas tanto de los partidarios de una política de fronteras abiertas como de quienes fantasean con cerrarlas herméticamente, corre el riesgo de dejar disconformes a todos. Asimismo, aunque Obama se ha pronunciado en contra de permitir a la policía obligar a los sospechosos de ser inmigrantes ilegales a llevar documentos de identidad –exigencia ésta que ha sido denunciada por “racista” aunque, como sabemos muy bien, es habitual aquí y en la mayoría de los demás países–, no puede sino entender que negarles a las autoridades el derecho a intentar averiguar si una persona tiene los papeles en regla desvirtuaría cualquier política inmigratoria, por permisiva que fuera.


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