Temas en debate: Ensayando la tortura 27-01-04

Por Alberto Laría

Los argentinos nos hemos enterado con estupor de la continuidad de las prácticas de la tortura por parte del Ejército, como forma del entrenamiento de grupos especiales, durante los gobiernos democráticos de Alfonsín y Menem. Que esa práctica inhumana, abismática, porque es el punto en que la condición humana se hunde en el vacío, en el abismo de la fascinación por la muerte, haya sido moneda corriente durante el proceso de la dictadura ha dejado de ser sorpresa, para convertirse en irreparable verdad. Pero lo que escandaliza las conciencias y la sensibilidad más elemental es su continuidad durante el período democrático, con la anuencia silenciosa de los presidentes de turno.

No se trata de utilizar este hecho como dicterio contra la actual institución militar y conspirar en contra de una reconciliación imprescindible entre Ejército y sociedad, como parte del fortalecimiento de la convivencia democrática. Pero poco contribuyen a ese proceso, periodistas y políticos de gestos adustos y de estirpe ruda, cuando esbozan y difunden la teoría inocente de que esos ensayos es práctica corriente en ejércitos de países occidentales. Banalidad argumentativa que quiere diluir la gravedad del mal. Si ello fuera verdad, ¿el mal del otro, autoriza mi propio mal?

Seguramente las preguntas kantianas que dieron fundamento a principios éticos universales, consagrados con posterioridad en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, les podrán aportar algún sosiego a estas almas inquietas que tan solemnemente ofenden la conciencia cívica de los ciudadanos civiles o militares y muestran tan exacerbado desprecio por el necesario apego a la Constitución y a los tratados internacionales.

El argumento de que los ejércitos de Europa incorporan los mismos procedimientos para preparar a sus fuerzas de élite, entraña también un profundo aislamiento intelectual de la cultura europea moderna. Hace falta conocer muy poco para saber que el peso de la opinión pública y los medios de prensa es de tal magnitud en Europa, que se hace impensable que un ejército institucionalice tan tenebrosas transgresiones a la ley y menos aún que un gobierno asuma el sacrificio de ocultarlo.

Por otra parte, establecer en los razonamientos la lógica de la comparación con lo que sucede en otras latitudes para justificar prácticas aberrantes en nuestro suelo, abre las puertas a la justificación política de cualquier forma de sadismo del que es capaz el género humano. Así, se podrá proponer incorporar la ablación de órganos o la lapidación hasta la muerte, como castigo de delitos. Es práctica frecuente en estados teocráticos de países orientales. Como suponemos que hablamos desde el Estado de derecho, la democracia y lo moralmente aceptable en un mundo civilizado, poco importa entonces hacer comparaciones con lo peor de la barbarie. También el autoproclamado rey de Uganda, Idi Amin Dada, había concebido la sacralidad del canibalismo, para devorarse en un macabro festín a sus enemigos políticos.

Por ello minimizar el hecho estremecedor de que grupos de militares hayan torturado con toda frialdad a sus propios compañeros, con la utilización de la picana como instrumento y hacerlo pasar como ejercicios militares normales, es afirmar el discurso del horror que se desliza lisa y llanamente hacia la legitimación de la tortura.

La condena a estas prácticas aberrantes debe ser radical. No se puede usar tampoco el subterfugio retórico de la propia voluntad. ¿Quién puede medir acaso el grado de libertad de quienes se sometieron a ese terrible ensayo? Por otro lado que esa práctica haya estado reducida al ámbito castrense ¿hace olvidar la condición humana del militar, compelido por disciplinamiento a ejecutarla o padecerla?

Quien ensaya la tortura y se familiariza con ella termina aceptando que la tortura es posible y por tanto que alguna vez pueda ser aplicada. Condenarla y denunciarla enérgicamente es parte de una tarea del esclarecimiento de una conciencia colectiva ávida del ímpetu de una vida civilizada más plena, verdadera y que quiere mitigar el desencanto moral de nuestra sociedad. Los cómplices, los colaboradores en justificar lo injustificable, los que se prestan a dar más de lo que se les pide, insisten en nuevos sacrificios, pero seguramente estarán muy poco predispuestos a ofrendar su cuerpo para aquello que reclaman como legítimo.


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