Tensiones en toda democracia

Por Paul A. Samuelson (Especial para "Río Negro")

La gente busca paralelos en la política. Para formar parejas de líderes, los analistas cruzan las fronteras nacionales. El presidente William Clinton y el primer ministro Tony Blair son considerados parecidos como líderes populares que se benefician de la reacción del votante en contra del impulso Reagan-Thatcher hacia la derecha conservadora.

Hay más que la personalidad en los vaivenes de la política. El nacionalismo y los intereses de clase son permanentes fuerzas electorales. La derrota en 1932 del presidente Herbert Hoover por Franklin D. Roosevelt, por supuesto tuvo que ver con el carisma de un nuevo líder que luego dirigió la derrota del imperialismo alemán, italiano y japonés. Pero lo que dio su permanencia a la economía mixta del Nuevo Convenio fue más que la personalidad. Fue lo que mi profesión tiene que reconocer como el choque entre los intereses de los muchos pobres y de la clase media baja con los intereses de los menos en la cumbre de la pirámide de ingresos.

La clase trasciende a la geografía. Hace un siglo en Alemania y otras partes, los partidos socialdemócratas libraban un duelo perpetuo por ganar puestos políticos con los partidos cristianos demócratas a la derecha del centro. En el Japón de la posguerra, el por mucho tiempo gobernante partido liberal demócrata representaba una alianza entre los intereses campesinos y corporativos, derrotando a fracciones izquierdistas.

Cuando Bill Clinton derrotó al presidente George Bush en 1992, cuando Clinton derrotó al republicano Bob Dole en 1996, cuando los demócratas Bill Bradley y Al Gore luchan en la actualidad por la oportunidad de competir en contra del republicano George W. Bush o John McCain por la presidencia, no importa cuál sea el resultado de la nominación, a la llegada del próximo otoño la campaña final será entre un demócrata que lucha por quienes están por debajo del promedio de riqueza y un republicano que implícitamente lucha por los intereses de quienes están por sobre la media.

No nos gusta admitir esta verdad universal, que se remonta a los debates de Hamilton-Adams con Jefferson en los primeros días de la república de América. Por supuesto, hay hechos subsidiarios que cruzan la barrera de las clases, aunque de una manera menor: los intereses agrícolas, como las cuestiones religiosas sobre el aborto y la homosexualidad, son ejemplos; pudieran ser menores, pero los científicos políticos comprenden que no es un accidente al azar que éstos serán utilizados como peones en el juego de ajedrez de la política.

Aunque el multimillonario Steve Forbes abandonó la carrera electoral por falta de votos, cualquiera que gane la nominación republicana acabará con un programa mayor de reducción en los impuestos que el que defenderá su oponente demócrata.

Con la sabiduría de la visión histórica, el jurado declarará que la reducción fiscal de Dole habría sido un error para América en 1996: dejando a un lado su inclinación hacia dar la mayor parte a quienes ya tenían más, esta reducción fiscal en una época de tensión ante empleo total habría (a) exacerbado el disparo del consumo en Estados Unidos y la crisis del ahorro; y (b) agregaría combustible de gasto a una época dorada que ya está al borde de una amenazante inflación. (Excepto por una asunción oculta o deseosa esperanza -de que la reducción en los ingresos sería igualada por un recorte obligado de los programas públicos discrecionales- la propuesta fiscal de Dole se habría enfrentado de facto en 1996-99 contra la fórmula Taylor diseñada por los expertos macro en la conservadora Biblioteca Hoover.)

Sorprendentemente, la América con empleo superior al total en la actualidad ha hecho perder brillo al atractivo, incluso para los pudientes, de recortes fiscales para ellos mismos. Pero puedo predecir, al final, que los nominados republicanos se darán cuenta de que los fondos para luchar por la victoria tendrán que venir de los antesalistas que favorecen reducciones en las tasas marginales superiores de ingresos, a las ganancias del capital y a los patrimonios. Entre políticos y asaltantes de bancos, la máxima es: «Hay que ir a donde está el dinero»».

Como economista técnico no tengo derecho a tomar partido ni con los ricos ni con los pobres. En una democracia, eso deben decidirlo los votantes; y en la privacidad de la casilla de votación puedo expresar mis preferencias éticas. Lo que puede hacer un economista, y debe hacer, es asesorar sobre la forma de minimizar las pérdidas de peso muerto en toda la sociedad que resultan de la guerra sobre la desigualdad y la redistribución.

Así, los jóvenes idealistas en las calles de Seattle, que protestaban en contra del libre comercio y la globalización de la Organización Mundial del Comercio deseaban sólo el bien para las personas de bajos ingresos atrapadas en el subdesarrollo. Pero su defensa de los pisos de salarios mínimos en las naciones con bajos PIBs acabaría haciendo daño, en vez de ayudar a los estándares de vida alcanzables allá y demoraría sus brotes de crecimiento real y longevidad.

En las sociedades avanzadas de todas partes los movimientos sindicales generalmente favorecen a las clases medias bajas, más que a las elites de ricos. Bueno y natural. Pero la mayoría de los sindicalistas es proteccionista; la mayoría está en favor de altos salarios mínimos en casa y en el extranjero; la mayoría está en favor de una legislación ambiental más estricta para Asia, Africa y América Latina que para las pudientes Norteamérica y Europa Occidental. Si estos ideólogos sindicalistas tuvieran éxito en sus programas, ¿aumentaría ello la productividad mundial total, y la igualdad y los estándares de vida promedio para el 30% más pobre de las poblaciones de todas partes?

La mayoría de los expertos en historia económica y el análisis económico de la corriente principal dudan respecto de estas cuestiones. Temen que tal interferencia del Estado con las operaciones de los mecanismos del mercado competitivo no logrará una sociedad que sea tanto de crecimiento progresivo como ampliamente igualitaria.

Por ello la media dorada en una economía mixta entre las fuerzas del mercado «laissez-faire» y las regulaciones de impuestos políticos debe por fuerza incluir difíciles consensos. Quizá afortunada es una democracia con dos fuertes partidos políticos, uno no demasiado a la derecha del centro y el otro no demasiado a la izquierda del centro.


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