Terrorismo y Estado de derecho
Por Martín Lozada
En los próximos días será sometido a la Asamblea de la Organización de Estados Americanos (OEA) el Proyecto de Convención Interamericana contra el Terrorismo. Su tratamiento se producirá en un contexto signado por los atentados del 11 de setiembre de 2001 y su resultado presumiblemente impactará en las legislaciones de los estados miembro de esa organización interestatal. Tal el caso de nuestro país.
Actualmente se debate, tanto en los niveles nacionales como internacionales, sobre los modelos legislativos para dar marco y optimizar la represión de los actos de terrorismo. Es el caso de Australia, Canadá, la India, Pakistán, Rusia, Sudáfrica, Tailandia, de algunas naciones europeas y de los Estados Unidos. Pero la cuestión también es objeto de análisis en las Naciones Unidas y, como se señalara, por parte de la OEA.
Es posible distinguir dos etapas en la legislación internacional sobre terrorismo. La primera de ellas se corresponde con la iniciativa de reprimir actos específicos de violencia, sin vinculación alguna con sus posibles motivaciones políticas y sin siquiera hacer mención expresa al término «terrorismo». Es el caso, entre otras, de la convención sobre la trata de blancas (1904 y 1910), la convención para el opio (1912), la convención internacional para la represión de la falsificación de moneda (1924) y la convención para la represión del tráfico ilícito de drogas nocivas (1936).
De ese modo, en un esquema represivo coherente con el derecho penal clásico, se persiguen actos concretos y se favorece la cooperación internacional para su represión, desdeñando cuestiones relativas a las opiniones, creencias y expectativas del autor.
Una segunda etapa se origina con dos instrumentos internacionales recientes: las convenciones internacionales para la represión de los atentados terroristas con explosivos (1997) y para la represión del financiamiento del terrorismo (1999). La ausencia de una definición precisa de la noción «terrorismo» no impidió que condicionara el actual proyecto europeo de convención, que fue presentado hace ya meses al Consejo de la Unión Europea (EU) y al Parlamento Europeo.
Notablemente influenciada por la «Terrorism Act 2000» del Reino Unido, introduce la intencionalidad política como elemento constitutivo del crimen. En su pretensión por definir qué debe entenderse por terrorismo, apunta a «…los actos intencionales que por su índole o contexto pueden afectar gravemente a un país o a una organización internacional»; o bien, cuando «…el autor los comete con el objetivo de intimidar gravemente a una población»; o procura «…desestabilizar gravemente o destruir las estructuras fundamentales políticas, constitucionales… de un país o una organización internacional».
Se ha venido cuestionando el carácter difuso de la citada tipificación y su recurso a las definiciones delictivas «abiertas». Sus críticos temen que puedan destinarse no ya a las actividades a las que expresamente dice referirse, sino, en cambio, para criminalizar toda acción social de cuestionamiento u oposición. Es decir, que se normalice por su intermedio el estado de excepción, menoscabando el valor de los principios tradicionales del proceso penal.
Una tendencia normativa de esta índole puede advertirse en los Estados Unidos. A través de la «USA Patriot Act», del 26 de octubre de 2001, el Poder Ejecutivo puede disponer la intervención de las comunicaciones telefónicas e informáticas durante 120 días, el bloqueo de las cuentas corrientes y la detención durante períodos renovables de seis meses de los extranjeros no residentes en ese país y que fueran sospechosos de la comisión de actos de terrorismo. Todo ello sin necesidad de autorización judicial y con importantes restricciones al ejercicio del hábeas corpus.
Complementariamente, mediante la Proposición de Ley de diciembre del 2001, el presidente de los Estados Unidos puede encomendar a los tribunales militares el enjuiciamiento, fuera del territorio nacional, de aquellos extranjeros no residentes en el país que resultaren sospechosos de los atentados del 11 de setiembre pasado.
El establecimiento de cuerpos legales que definan las específicas actividades que constituyen el delito de terrorismo supone un paso esencial para su represión dentro de los límites del Estado de derecho. Pero resulta asimismo fundamental que dichas normas respeten principios rectores del debido proceso penal y entre aquellos, especialmente, el «nullum crimen sine lege; nulla poena sine lege» -no hay crimen sin ley; no hay pena sin ley-. Ello implicará no ceder ante la urgencia del terror, así como tampoco dilapidar los espacios por los que transitan las libertades públicas.
No es menor, en este contexto, la utilidad que en lo sucesivo podrá deparar la Corte Penal Internacional, y el imperio de su jurisdicción en materia de genocidio, crímenes de guerra y, estrechamente referido a las actividades terroristas, crímenes contra la humanidad.
La democracia y el Estado de derecho resultan indispensables para dar marco a un consenso global sobre la persecución del terrorismo. Que ésta se lleve a cabo mediante un estricto respeto de las garantías jurídico-procesales y en plena vigencia de los derechos humanos es el gran golpe que podemos propinar a todos los terrorismos del presente.
En los próximos días será sometido a la Asamblea de la Organización de Estados Americanos (OEA) el Proyecto de Convención Interamericana contra el Terrorismo. Su tratamiento se producirá en un contexto signado por los atentados del 11 de setiembre de 2001 y su resultado presumiblemente impactará en las legislaciones de los estados miembro de esa organización interestatal. Tal el caso de nuestro país.
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