Tiempo de sumar

Por James Neilson

Puede que Carlos Menem realmente sea «el último caudillo» y que en adelante la Argentina tenga que arreglárselas sin una especie de monarca patriarcal elegido que a juicio de sus súbditos encarna todo lo bueno o lo malo de los tiempos que corren, pero para que el sistema más igualitario así supuesto funcione de forma adecuada el país tendrá que experimentar una transformación colectiva notable. Por ahora, escasean las evidencias de que la ciudadanía esté dispuesta a ajustar sus expectativas a las circunstancias. Aunque los más reconocen que el nuevo jefe, Fernando de la Rúa, no contará con el poder necesario para emular a Menem o Raúl Alfonsín y que, de todos modos, su temperamento dista de ser caudillesco, dicho detalle no les ha impedido esperar que resulte ser un conductor capaz de remodelar el país. Demás está decir que quienes piensan de esta forma resultarán decepcionados: aun cuando detrás de la máscara acartonada del gran triunfador del 24 de octubre se ocultara un genio político con una voluntad de hierro, tal prodigio sencillamente no estaría en condiciones de producir el «cambio» existencial que tantos juran querer.

Así, pues, el presidente electo se ve frente a una serie de dilemas muy desagradables: si procura explicar que por motivos patentes el país tendrá que conformarse con un liderazgo colegiado en el que su propio papel será el del coordinador y, en caso de empate, de árbitro, no tardará en difundirse la sensación de que una vez más se ha producido un vacío de poder; si trata de actuar con «firmeza», correrá el riesgo de provocar reacciones destinadas a subrayar su debilidad. En efecto, prohombres del «ala política» peronista como el senador entrerriano Augusto Alasino, un personaje cuestionado por su envidiable enriquecimiento reciente, ya están maniobrando con la intención apenas disimulada de recordarle a De la Rúa que le convendría olvidarse cuanto antes de cualquier proyecto moralizador. Para individuos como él, «madurez política» es una consigna sin sentido. Aún más limitada, si cabe, será la capacidad del nuevo gobierno para introducir modificaciones económicas significantes: le guste o no, tendrá que ser mucho más conservador que el del presidente Carlos Menem durante su segundo período porque de otro modo el déficit fiscal lo aplastaría.

En principio, el que a De la Rúa no le sea dado comportarse como un cuasi dictador – es decir, como un «caudillo» tradicional – puede considerarse muy positivo. Aunque incluso los países mas democráticos suelen sentirse mejor con un líder «fuerte» en el poder, también saben avanzar sin demasiados sobresaltos cuando el presidente o primer ministro es «débil» por no disponer de una mayoría automática en las distintas cámaras legislativas. En la actualidad, el jefe de gobierno occidental más decisivo es con toda seguridad el británico Tony Blair, pero su «hegemonía» en su propio país y su influencia internacional se deben en buena parte a que el partido que logró renovar disfruta de una mayoría amplia en el Parlamento y el apoyo evidente del grueso de la ciudadanía. De haber conseguido De la Rúa el 55 por ciento de los votos en octubre y la Alianza la mayoría de los escaños en el Congreso, nadie estaría rasgándose las vestiduras por sus presuntas deficiencias personales.

Ya antes de que casi todo un año amenizado por elecciones produjera el panorama complicadísimo actual, muchos opinaban que después de las simplificaciones crasas de la década menemista el país habría de intentar revigorizar sus instituciones democráticas porque, de lo contrario, no le quedaría más que la cáscara. Sin embargo, una cosa es entender que los unicatos son malos y que sería mejor repartir las responsabilidades, y otra muy distinta hacer funcionar un esquema en el que nadie posee el poder suficiente como para imponerse y que por lo tanto todos los integrantes de la clase política tendrán que aprender a cooperar. La Argentina no ha dejado de ser el país de las internas «salvajes» y de la lucha incesante de todos contra todos. En el pasado, la mera ausencia coyuntural de un jefe «carismático» siempre ha bastado para provocar crisis peligrosas al propagarse la sensación de «desgobierno». ¿Será distinto en esta ocasión? Por lo pronto, no hay demasiados motivos para creerlo.

Con todo, si bien las perspectivas del próximo gobierno distan de ser propicias, esto no quiere decir que su fracaso sea inevitable, sólo que tendrá forzosamente que aprovechar su ubicación en la cima de la pirámide institucional para crear un «movimiento» que le permitiera dominar el país luego de una nueva ronda electoral. Aunque la Alianza ya ha colocado a su dirigente más atractivo en la presidencia, como movimiento todavía está en su infancia y a menos que continúe creciendo nunca llegará a ser una adulta. A De la Rúa, pues, le corresponderá no sólo gobernar el país en una etapa difícil sino también hacer lo posible por ampliar su base de sustentación que, como tantos han señalado, es sumamente estrecha, agregándole, en cuanto pueda, a todos los interesados en que la Argentina logre «modernizarse». Son muchos, acaso suficientes como para brindar a un buen gobierno todo el apoyo que requeriría para hacer frente a los comprometidos con actitudes reñidas con el progreso posible, pero están dispersos.

Por desgracia, a De la Rúa le será difícil hacer que la Alianza sea una coalición más poderosa sin desvirtuarla por la oposición previsible de muchos miembros de su propio partido, la UCR, una organización que es notoriamente sectaria en la que abundan los resueltos a monopolizar el poder – y las ventajas que a su entender lo acompañan – que acaba de conquistar el ahora presidente electo. El propio De la Rúa parece consciente de este riesgo, de ahí su deseo de tratar a sus socios frepasistas con «generosidad», pero hay muchos radicales de ideas diferentes que están clamando por una parte mayor del botín. Si De la Rúa cede ante sus presiones, su futuro sí se hará sombrío porque significaría que, haciendo gala de un grado de miopía apenas concebible, estaría destruyendo una parte de su base política justo cuando debería estar haciendo lo posible por ensancharla.

Además de mantener intacta la Alianza, De la Rúa habrá de procurar fortalecerla incorporando a peronistas decentes, a dirigentes provinciales y, desde luego, a cavallistas, empresa que no estimulará ningún entusiasmo entre los militantes radicales que festejaron su victoria electoral desempolvando retratos de Alfonsín. Sin embargo, felizmente para quien sigue siendo el jefe del gobierno porteño, nadie puede ignorar que la Alianza ganó las elecciones presidenciales debido casi exclusivamente a la imagen positiva de su candidato, el que en la mayor parte del país consiguió más votos que sus correligionarios locales.

En otras palabras, para tener una posibilidad de curar la política argentina del personalismo enfermizo que siempre la ha caracterizado y que plantea una amenaza a su futura gestión que no podrá pasar por alto, De la Rúa tendría que comenzar actuando de forma hiperpersonalista al insistir en que todos los votos depositados en las urnas son suyos, suyos, suyos, no de la UCR ni de la Alianza, y que por lo tanto tiene pleno derecho a gastarlos tal y como le plazca. Es lo que Menem hizo cuando optó por una política económica acorde con los años noventa pero totalmente ajena al peronismo y, mal que les pese a aquellos radicales que están preparándose para despilfarrar el capital político generado por los resultados electorales, es lo que su sucesor De la Rúa tendrá que hacer al elegir tanto a quienes formarán parte del movimiento gobernante como a los que, por los motivos que fueran, quedarán irremediablemente excluidos.


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