Torturadores

Por Héctor Ciapuscio

En Washington y en el programa «60 Minutes», de amplísima difusión nacional, cuando se le preguntó a un militar francés con experiencia en el tema si él torturaría a sospechosos de integrar Al Qaeda, contestó: «Me parece obvio». Esta respuesta del general de 84 años Paul Aussaresses, un veterano en boca de todos en su país por su reciente libro «Servicios Especiales: Argelia 1955-1957» y por la réplica que formuló a la opinión de su ex jefe en el Norte de Africa Jacques Massu de que la tortura no era indispensable en tiempos de guerra y que se entristecía cuando recordaba la de Argelia, hace oportuno referir aspectos de la cruenta insurrección-represión que allí tuvo lugar.

La lucha entre franceses y revolucionarios del Frente de Liberación Nacional (FLN) que transcurrió entre 1954 y 1962 fue demencial. Quien haya visto «La batalla de Argelia», una película de Gillo Pontecorvo de 1965, podrá evocar el dramatismo de un largo conflicto que cosechó 24 mil muertos franceses y 300 mil argelinos. Pero lo peor de este cuento de horrores -el del terrorismo y el del antiterrorismo- fue su inhumanidad. Su rasgo principal fue la aplicación masiva de torturas a prisioneros por el aparato militar francés, centenares de miles entre la población del país. El sistema represivo incluyó campos de concentración, «desaparecidos» y arrojados desde helicópteros. (No es un detalle menor para nosotros que, mientras perseguía sofocar la insurrección de «felaghas», sirvió de academia para que docenas de militares argentinos se entrenaran en técnicas de «contrainsurgencia» y fueran después actores de la «guerra sucia» que emprendieron -ellos sobre sus propios connacionales – durante el Proceso). Aplicada como una metodología amplia y sistemática, con la aprobación del gobierno de París, que posteriormente dictó por decreto la amnistía de los responsables, no ha dejado de pesar como una ignominia («gangrena» la designa el título de un libro reciente) en la conciencia nacional. Es, al lado de otras culpas colectivas como Dreyfuss, Vichy o la deportación de judíos a Alemania durante la II Guerra, un «esqueleto en el armario» de la patria de los derechos del hombre, una verdad poco confortable sobre su «mission civilisatrice». La guerra terminó cuando De Gaulle, de nuevo a cargo del gobierno, advirtió que no había otra salida que la independencia de la colonia y adoptó una decisión que llevaría a Francia al borde de la guerra civil por la oposición rabiosa de muchos oficiales organizados bajo la OAS terrorista (la aludida en la organización del frustrado magnicidio que mostró la película «El día del Chacal»). Un millón de «pieds noirs» (europeos de origen que vivían en Argelia) se vieron forzados a la emigración.

Dejando de lado por un momento el punto de vista moral, algunos historiadores se han preguntado si la tortura fue efectiva. Reconociendo que a través de ella los militares seguramente obtuvieron información útil sobre movimientos y atentados futuros de la guerrilla, creen, sin embargo, que una apreciación sobre ese aspecto olvida la perspectiva histórica. La tortura no sólo fracasó en reprimir los anhelos de independencia del pueblo sino que aumentó su apoyo al FLN, convirtió en líderes a sus cabecillas y, sobre todo, impidió que se constituyera entre los dirigentes argelinos una interlocución políticamente válida para entablar un diálogo con Francia y posibilitar así una independencia sin la guerra civil que la siguió y continúa. (Aquella dinámica represiva en Argelia ha sido puesta como espejo de la que aplica Sharon en Israel con el resultado de incrementar el apoyo popular a los terroristas y debilitar posibles liderazgos moderados).

Volviendo al veterano general Aussaresses. En la caricatura aparecida en una revista humorística parisina se lo vio con un ojo tapado a lo pirata, sonriente y condecorado, exclamando: «¡Sí, la tortura era necesaria! Sin ella se habría perdido Argelia».


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