Torturas en España

El pasado 6 de enero, la edición dominical del diario «El País», bajo el título «Patriotas de picana», ofrecía una recensión del libro «El alma de los verdugos», del juez Baltasar Garzón y el periodista Vicente Romero. Los autores abordan en este ensayo el relato del cruel terrorismo de Estado que asoló Argentina durante la dictadura militar (1976-1983) e indagan en la mentalidad de los servidores públicos que matan y torturan por cumplir órdenes, incorporando esa práctica como una costumbre rutinaria. Señalan que la impunidad de los verdugos durante aquel período fue absoluta.

El mismo día en que se publicaba esa nota, los Grupos Antiterroristas Rurales (GAR) de la Guardia Civil española detenían en Mondragón a dos jóvenes presuntamente integrantes de la organización armada ETA. Las detenciones se produjeron sobre las 13 horas del domingo y a las 3 de la madrugada del lunes; uno de ellos ingresaba en el hospital de Donosti con diversos politraumatismos en todo el cuerpo y una fractura de la novena costilla que le provocaron un neumotórax, es decir, la perforación del pulmón y la capa que lo recubre, lo que le ocasionó un enfisema subcutáneo, o sea, la entrada de aire de los pulmones por debajo de la piel, lo que provoca mucho dolor.

Según la versión de la Guardia Civil, avalada por el ministro del Interior del gobierno socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, las lesiones se habrían producido cuando los dos presuntos etarras intentaron huir y los miembros del GAR se abalanzaron sobre ellos y tuvieron que emplear «la fuerza reglamentaria». Pero en una declaración oficial, el ejecutivo del Gobierno Autónomo Vasco puso en duda la versión de Rubalcaba: si de verdad las lesiones se produjeron en el momento de la detención, sorprendía que no hubiesen sido trasladados de inmediato a un hospital. Por otra parte, un vecino de Mondragón, testigo de la detención, declaraba en un juzgado de Guipúzcoa que ésta se había producido de manera limpia y sin violencia.

La existencia de una práctica habitual de torturas sobre los detenidos en aplicación de la legislación antiterrorista española -que permite la incomunicación durante cinco días- ha sido denunciada por Amnistía Internacional y por el relator de Derechos Humanos de la ONU. Es una verdad aceptada por todos los grupos nacionalistas en el País Vasco. Por ejemplo, en el diario «Gara», Gorka Lupiañez, presunto etarra detenido el pasado 7 de diciembre, denuncia la brutal paliza que recibió después de su detención. Asegura que le pusieron una manta doblada sobre el cuerpo y le daban puñetazos a través de ella. Luego lo sujetaron, levantaron sus piernas y en esa posición le metieron un palo por el ano.

Algunos jueces de la Audiencia Nacional (juzgado especial para los delitos de terrorismo) han optado, a título particular, por aplicar unos protocolos recomendados por el Comité de Prevención de la Tortura europeo. De esta manera exigen que se filmen los interrogatorios a los detenidos y su estancia en dependencias policiales. La medida, según el gobierno, está siendo estudiada para ser aplicada de modo oficial.

La ley castiga la tortura y establece el derecho de los detenidos a no declarar contra sí mismos. El problema es que el uso de la tortura, como señala el filósofo Fernando Savater, es sumamente útil en el corto plazo. Basados en la necesidad de ser eficaces, los funcionarios policiales utilizan formas de presión que están en el límite de lo legal y, en ocasiones, lo rebasan ampliamente. Cuando estas prácticas se generalizan y son aceptadas tácitamente por las autoridades políticas, se comienza a transitar por un difuso umbral que puede acabar en el terrorismo de Estado.

La declaración del Ejecutivo vasco recalca que la violencia de ETA «no se combate achicando la democracia». El terrorismo, prosigue, «no se combate ni con la dispersión de presos, ni con la existencia de permanentes denuncias sobre prácticas de tortura en informes oficiales ni mirando hacia otro lado cuando hay sospechas de que han existido».

La clave para evitar el uso habitual de la tortura está estrechamente vinculada con la respuesta del poder político y la sensibilidad de la opinión pública frente a las informaciones que ofrecen indicios sobre la existencia de estas prácticas. Si las denuncias se investigan a fondo, se establecen protocolos que impiden el abuso policial y los medios de comunicación hacen un seguimiento de los casos denunciados, es probable que se erradique esa práctica. De lo contrario, tendremos democracias cínicas: denuncian las torturas de las «dictaduras del Tercer Mundo» pero permanecen miopes frente a las propias.

 

ALEARDO F. LARÍA (*)

Especial para «Río Negro»

 

(*) Abogado y periodista. Madrid


El pasado 6 de enero, la edición dominical del diario "El País", bajo el título "Patriotas de picana", ofrecía una recensión del libro "El alma de los verdugos", del juez Baltasar Garzón y el periodista Vicente Romero. Los autores abordan en este ensayo el relato del cruel terrorismo de Estado que asoló Argentina durante la dictadura militar (1976-1983) e indagan en la mentalidad de los servidores públicos que matan y torturan por cumplir órdenes, incorporando esa práctica como una costumbre rutinaria. Señalan que la impunidad de los verdugos durante aquel período fue absoluta.

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