¿Tragedia, accidente o negligencia criminal?

Por Tomás Buch

Se acaba de producir en Buenos Aires una de esas «desgracias» tan frecuentes en nuestro país y que, en otras escalas, suceden casi a diario. Me refiero al incendio que, en la ciudad de Buenos Aires, destruyó un local público superpoblado (hay datos que afirman que había tres veces la capacidad permitida), con salidas de emergencia habilitadas por las autoridades pero clausuradas (¡!) y con cielos rasos combustibles, donde alguien lanzó una de las prohibidas pero numerosas bengalas que incendió todo y produjo varios centenares de víctimas, entre muertos y heridos. Lo más increíble: una semana antes hubo en el mismo local lo que con amarga ironía podría calificarse de ensayo general de este crimen: un comienzo de incendio producido en exactamente el mismo lugar y circunstancias, que pudo ser sofocado a tiempo pero del que nadie sacó consecuencia alguna.

Hace pocos días dos ómnibus de larga distancia chocaron de frente en una ruta nacional. Otros ómnibus vuelcan casi a diario por exceso de velocidad o por exceso de cansancio de sus conductores; camiones chocan de frente por tratar de pasarse en curvas sin visibilidad. Acontecimientos que, lamentablemente, se repiten con una frecuencia alarmante y contribuyen a que el nuestro sea uno de los países con más muertes por «accidentes» de tránsito.

Igualmente reciente es el asesinato de una mujer que murió arrollada como consecuencia de una «picada» en las calles de la ciudad. Se recuerdan otros casos similares.

Esos acontecimientos tienen más cosas en común de lo que parecería y todos ellos son características de una sociedad desaprensiva, con un soberano desprecio cultural por las leyes y las normas y sin controles por parte de un Estado ausente, sin medios y acaso sin voluntad de imponer el imperio de la ley.

Por eso podemos preguntarnos, como en el título de esta nota: en todos esos casos, ¿se trata realmente de tragedias, accidentes, fatalidades o «el destino», como estamos tan inclinados a creer, o es algo esencialmente diferente: negligencia criminal con complicidad (voluntaria o no) de los organismos de control, o una deficiencia cultural profunda que está en la base de todo lo anterior?

La palabra tragedia, de la que se suele abusar todo el tiempo, tiene un sentido preciso: una tragedia es una desgracia inevitable, en la cual uno entra sin alternativas, a veces con los ojos abiertos, sabiendo que cualquier posibilidad es igualmente dolorosa. Pero en los casos de que hablamos no se trata de tragedias, porque todas esas desgracias no provienen de los designios de los dioses, sino de irresponsabilidades individuales sumadas a descontroles gubernamentales que configuran una verdadera «cultura de la irresponsabilidad». A ella contribuye también un sistema judicial cuyas decisiones son a veces tan incomprensibles que ayudan a configurar, adicionalmente, una cultura de la impunidad.

Hace algunos meses se produjo en Asunción del Paraguay una hecatombe similar a la de República Cromagnon. En esa ocasión publiqué una nota cuyo título era: «De Auschwitz a Asunción». Esta vez podría usar el mismo título, pero he preferido un análisis más «sistémico» de lo acontecido, aunque me doy cuenta de que no será muy sereno porque esa cultura de la irresponsabilidad y de la impunidad me da mucha rabia, que supera a veces el mero análisis…

En dicho análisis hay que distinguir entre varios niveles: el de los asistentes circunstanciales al recital, posibles víctimas del azar. Aunque se trata de un azar relativo: al parecer hubo gente tan irresponsable que por no perderse uno de tantos recitales de rock hasta llevó a sus niños pequeños, dejándolos en una guardería improvisada, donde algunos de ellos también murieron. Pero siempre está el que no quería ir y fue convencido a último momento por un amigo, la chica que se negó y perdió a todo su grupo de amigos: ese tipo de casos que los diarios publican con fruición, como para mostrarnos la faz «casual» del destino de cada individuo y esconder las causas de otra índole, más sociales que individuales: la codicia, la imprudencia, la desidia, la ignorancia, la permisividad, el descontrol, tal vez la corrupción: ésas son las causas reales de estas muertes. Hubo quien tenía plena conciencia del riesgo y lo manifestó públicamente instantes antes de la deflagración sin que le hicieran caso. Tampoco se sabe cómo ingresaron al lugar los fuegos de artificio, expresamente prohibidos y presuntamente controlados al ingresar. Unidos a una justicia no efectiva, que no ha sentado precedentes ejemplificadores en los otros casos similares, como el del local de Kheyvis, donde murieron «solamente» 17 personas hace unos años, caso que se cerró sin que se condenara a nadie. No parecemos capaces de aprender nada de todas estas catástrofes evitables. Nuestra cultura fatalista predomina aún por sobre la racionalidad relativa de la civilización moderna a la que pretendemos pertenecer.

El tema de fondo que se plantea a un tecnólogo en estos casos es la pregunta acerca de la relación entre los factores circunstanciales y los factores sistémicos. Se puede decir que el que encendió una bengala en un recinto cerrado y superpoblado fue un imbécil irresponsable, que probablemente pagó su imprudencia con su propia vida o con un remordimiento permanente a menos que sea un psicópata. Pero el arquitecto o quien fuera que instaló un cielo raso combustible en un local así ha cometido un asesinato múltiple preterintencional; y el propietario torpemente prófugo, prontamente encontrado, que pide eximición de prisión, en lugar de suicidarse -lo que hubiese sido más noble-, ha sido el autor intelectual. Dicen que las puertas de emergencia estaban cerradas con candados y alambres para que no se «colaran» por allí, lo cual, además de una imprudencia criminal, configura una irregularidad que no fue señalada: las puertas de seguridad -que deben abrirse hacia afuera- tienen dispositivos de clausura unilaterales que impiden el ingreso mientras facilitan la apertura desde adentro con una simple palanca. Los funcionarios municipales que autorizaron el funcionamiento de ese local y no lo controlaron con suficiente detalle o asiduidad son partícipes necesarios de ese delito.

Seguramente su número es insuficiente para realizar un control eficaz con una periodicidad adecuada, y entonces es el gobierno municipal el que deja todo librado a la suerte. Según testigos, hubo advertencias de que no se prendieran bengalas, que si se producía un incendio sería una catástrofe. Y lo fue.

Pero todas esas secuencias de eventos, algunos predecibles y otros fortuitos, también son sólo emergentes de una cultura de la imprevisión, de la desaprensión, del desprecio por la ley, de la insensatez, del «a mí no me va a tocar», que es la versión delirante y negadora del fatalismo de ciertas culturas que forman parte de nuestro acervo histórico. El mismo que aún hace creer a algunos de nosotros -por fortuna son cada vez menos- que nuestro país tiene un «destino de grandeza», mientras que la mitad de la población sufre penurias de diverso grado -incluso las más extremas- y el repudiado psicópata que es el principal culpable de ese estado de postración logra «zafar», una y otra vez, de responder por sus delitos; nada más que por éstos, ya que las políticas no son judiciables -aunque sean más dañinas que un asesinato serial-, los diversos intereses creados impiden que se encuentren soluciones para problemas tan elementales como la disposición de la basura urbana y los grandes deudores dan direcciones falsas en sus probablemente también mentirosas declaraciones de impuestos. Y ni siquiera pagan sus impuestos aquellos «hombres del año» que pretenden erigirse en jueces severos de las deficiencias de nuestros sistemas de seguridad (individual, ya que los colectivos no parecen interesarle) y se da el lujo de opinar sobre todo nuestro sistema político, social y policial y ser escuchado en todos los niveles.

Los «accidentes» tienen tres niveles de causas: un primer nivel, el circunstancial o fortuito; el segundo nivel es el sistémico, que consiste en la existencia o no de los elementos de seguridad adecuados: que existan suficientes salidas de emergencia accesibles y funcionales, que se usen materiales no inflamables para los decorados y el amoblamiento, que las puertas se abran hacia afuera. El tercer nivel es el cultural: que las normas no sólo existan, sino que sean cumplidas. Siempre coinciden causas de todos los niveles en una desgracia así, pero esta vez la mayor parte de la culpa parece haberse registrado en el tercer nivel, el cultural, el más difícil de modificar. Esta vez el acontecimiento no sólo era previsible y fue previsto, pero no se hizo nada para evitarlo. Es la más dolorosa de todas las causas para las víctimas y sus familiares. Es una especie de tragedia cultural: sabemos lo que deberíamos hacer pero no lo hacemos. ¿Aprenderemos algo esta vez, dada la magnitud inédita de lo acontecido en este fin de año trágico?


Se acaba de producir en Buenos Aires una de esas "desgracias" tan frecuentes en nuestro país y que, en otras escalas, suceden casi a diario. Me refiero al incendio que, en la ciudad de Buenos Aires, destruyó un local público superpoblado (hay datos que afirman que había tres veces la capacidad permitida), con salidas de emergencia habilitadas por las autoridades pero clausuradas (¡!) y con cielos rasos combustibles, donde alguien lanzó una de las prohibidas pero numerosas bengalas que incendió todo y produjo varios centenares de víctimas, entre muertos y heridos. Lo más increíble: una semana antes hubo en el mismo local lo que con amarga ironía podría calificarse de ensayo general de este crimen: un comienzo de incendio producido en exactamente el mismo lugar y circunstancias, que pudo ser sofocado a tiempo pero del que nadie sacó consecuencia alguna.

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