Un boom a la medida de losreaccionarios

Los años últimos han sido espléndidos para aquellos países en los que abundan los «commodities», trátese de petróleo, cobre o los productos agrícolas. La industrialización febril de China y en menor medida de la India aumentó tanto la demanda que en un lapso muy breve los precios de las materias primas más importantes se duplicaron, se triplicaron y, en el caso del petróleo, se sextuplicaron, lo que les permitió conseguir muchos miles de millones de dólares más sin que sus gobernantes tuvieran que cambiar nada significante. Por lo demás, es poco probable que los precios caigan mucho en los años próximos. Antes bien, podrían subir todavía más si, como parece inevitable, estallan más guerras en el Medio Oriente y los yihadistas siguen su ofensiva indiscriminada contra quienes no quieren someterse a los rigores puritanos del Islam.

En todas partes, el boom que fue desatado por la incorporación de los dos gigantes asiáticos al orden económico capitalista ha fortalecido a conservadores de mentalidad autoritaria que hasta hace poco temían que la lógica del desarrollo económico los obligaría a emprender reformas democráticas porque, se suponía, la eventual prosperidad de los países que gobernaban dependería de la iniciativa personal de centenares de miles de individuos que no podrían aportar lo suyo si no disfrutaran de las oportunidades para expresarse que están consagradas en el Occidente avanzado.

Tendrán razón los que piensan que a la larga un mayor grado de libertad resultará imprescindible para aquellos países cuyos habitantes esperan gozar de un nivel de vida digno, pero mientras tanto los reacios a reconocerlo pueden insistir en que sería mejor no permitir que conflictos políticos traben el crecimiento. Tal y como ha sucedido en la Argentina, en el resto del Tercer Mundo los ingresos adicionales derivados de la exportación de bienes no industriales han perjudicado a los escasos dirigentes que tratan de persuadir a la gente de la necesidad de llevar a cabo «reformas estructurales» para que los distintos países se asemejen más a los ya desarrollados.

Así, pues, aunque es innegable que en términos generales la transferencia colosal de riqueza que está en marcha es un fenómeno positivo, ya que casi todos los países beneficiados son muy pobres, también tiene su lado malo.Con la excepción de Noruega, los países exportadores de petróleo sustancia que el fundador de la OPEP, el venezolano Pérez Alfonzo, llamaba «el excremento del diablo» son dictaduras o, a lo sumo, democracias precarias en las que los gobernantes están más que dispuestos a aprovechar las circunstancias para acrecentar su propio poder, como está ocurriendo en Rusia y, desde luego, Venezuela. Vladimir Putin, Hugo Chávez y otros como ellos dan a entender que la bonanza se debe a su propia sabiduría y, envalentonados por el torrente de dinero que día tras día inunda sus cofres, asumen una postura agresiva frente a las potencias occidentales cuya prosperidad no se basa en la suerte geológica sino en factores como la confiabilidad de sus instituciones políticas y su sistema legal, el vigor de sus empresarios y la capacidad de sus científicos.

De resultas del boom, países como Rusia que antes parecieron estar destinados a hundirse en la miseria ya se sienten ricos y por lo tanto poderosos. En el Medio Oriente, África y América Latina, muchos mandatarios, trátese de autócratas o de gobernantes elegidos, han logrado convencerse a sí mismos y a sus compatriotas de que se habían equivocado quienes los sermoneaban acerca de la necesidad de abandonar las modalidades tradicionales y emprender reformas modernizadoras. ¿Por qué arriesgarse probando suerte con la democracia si a juzgar por lo que está sucediendo en el mundo es evidente que el autoritarismo es compatible con el crecimiento? Y no sólo es cuestión de países que exportan petróleo y otras materias primas. El que bajo un régimen dic

tatorial China haya logrado erigirse en una potencia económica una muy pobre ya que el ingreso per cápita es una pequeña fracción del norteamericano, europeo o japonés, pero no por eso menos poderosa e influyente ha enviado un mensaje elocuente a los muchos que en el fondo carecen de interés en los valores democráticos, pero que antes de que comenzaran a recibir cantidades fabulosas de dinero se sentían constreñidos a reivindicarlos.

Por fortuna, la Argentina no depende de la venta de un solo producto natural. Su fuente principal de ingresos comerciales consiste en el campo, que no se presta tan fácilmente como el petróleo o la minería al estatismo habitualmente favorecido por gobiernos que están resueltos a debilitar la sociedad civil. Así y todo, aquí también el boom de los commodities ha contribuido a una mayor concentración de poder. Con la caja rellena merced a la recuperación económica que fue posibilitada por el aumento de los precios de la soja, el trigo y así por el estilo, el presidente Néstor Kirchner ha podido reducir drásticamente la influencia del Congreso y de otros organismos que, en teoría por lo menos, deberían controlar todos los actos de su gobierno. Aunque la Argentina dista de ser una dictadura, podría ser calificada como una democracia simplificada. Se trata de una condición que preocupa a una minoría pero que deja indiferente a la mayoría que, como es natural, está más interesada en la evolución concreta de la economía que en lo que toma por abstracciones engorrosas.

Si contar con commodities en demanda fuera de por sí suficiente como para garantizar un ingreso per cápita muy alto, aquellos países que los poseen tendrían el futuro asegurado, pero desafortunadamente para ellos, se requiere mucho más. Aunque últimamente los precios de las materias primas han aumentado y se han reducido los de muchos productos fabricados, sobre todo los hechos en China, y algunos servicios, no hay motivos para suponer que sea posible que un país con muchos habitantes alcance un nivel de vida equiparable con el norteamericano, a menos que desarrolle las instituciones apropiadas y tenga una población adecuadamente instruida.

He aquí la razón por la que de vez en cuando se oyen las voces de quienes opinan que los países latinoamericanos, entre ellos la Argentina, no han sabido aprovechar la oportunidad acaso irrepetible que les ha brindado el alza extraordinaria de los precios de una amplia gama de materias primas. Señalan que si bien el boom ha servido para mitigar la pobreza, los éxitos así supuestos han anestesiado a los dirigentes políticos, al hacerlos aún más reacios que antes a entender la necesidad de mejorar el sistema educativo, prestar más atención a la ciencia y la tecnología y, huelga decirlo, llevar a cabo una serie larga de reformas institucionales para que los países de la región puedan ofrecerles a los empresarios un medio ambiente más confiable y menos corrupto que el actual. No es que crean que pronto caerán los precios de los productos que exportan, sino que dan por descontado que aun cuando aumentaran mucho más los ingresos resultantes no bastarán como para posibilitar mejoras generalizadas.

El dinero que procede de la venta de materias primas propende a quedar en muy pocas manos, de modo que en los países que dependen de ellas suele convivir un puñado de ricos con una multitud enorme de pobres. En algunos, los dirigentes se proponen remediar esta situación ingrata redistribuyendo el ingreso, por lo común a través de mecanismos clientelistas, pero además de ser arbitrario y denigrante, el método así supuesto resulta muy ineficaz. Si el objetivo es lograr un grado mayor de igualdad, es necesario crear las condiciones para que la mayoría de las personas pueda cumplir funciones valiosas y en consecuencia bien remuneradas, algo que es muy difícil en una economía que depende de un solo producto manejado por una elite política cerrada aun cuando sus integrantes se destacaran por su voluntad sincera de ayudar a los rezagados.

 

JAMES NEILSON


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