Un cero a la izquierda

Por Jorge Gadano

En general, y particularmente en América Latina, el centroizquierda es un fenómeno que brotó luego de los cruentos enfrentamientos setentistas y de las dictaduras que sofocaron cualquier intento de rebeldía. Sólo México, de tan singular historia en el subcontinente, mantuvo la continuidad de sus instituciones, pero también en ese país la protesta fue silenciada mediante el crimen, en Tlatelolco.

La gestación de partidos o alianzas de centroizquierda en los países latinoamericanos más importantes tiene, en cada caso, perfiles distintivos, pero reconoce como común denominador un corrimiento de la izquierda hacia el centro o, mejor aún, un propósito de la izquierda de ganar el centro político sin perder los rasgos que la diferencian de la derecha. Es así en el Uruguay, Brasil y Chile, países en los cuales las coaliciones que enfrentan a los partidos derechistas encuentran un fuerte sostén en partidos socialistas y/o laboristas. En México, el opositor Partido de la Revolución Democrática que lidera Cuauthémoc Cárdenas, sin historia socialista, no fue más que el producto de una escisión del oficialista Partido Revolucionario Institucional, pero ocupa también el espacio del centroizquierda.

Entre todas, es probable que la más genuina izquierda sea la que, en Uruguay, reúne bajo la candidatura a presidente del socialista Tabaré Vázquez al Frente Amplio con el Encuentro Progresista, en una coalición que, como estaba previsto, ganó la primera vuelta electoral. Por lo mismo, son mayores las dificultades de esta alianza para incluir al centro, lo que podría determinar que pierda en la segunda vuelta.

La clasificación de partidos y fuerzas políticas dentro del arco de izquierda a derecha, que llegó al mundo con la Revolución Francesa, es común en Occidente, pero en la Argentina encuentra ciertas resistencias, quizás por el primitivismo cultural de los dos grandes partidos populistas que coparon la historia política del país en este siglo.

Aquí, el centroizquierda es la Alianza para los observadores del exterior, pero a los líderes aliancistas no les gusta que los coloquen en ese lugar. De la Rúa desechó «esa geometría» cuando le hablaron de que Eduardo Duhalde se estaba situando a su izquierda, y Alvarez rechaza, por su prosapia peronista y su vocación centrista de los últimos años, cualquier coloración socialista que se le quiera atribuir.

En «La Nación» del lunes último José Claudio Escribano hizo una caracterización tan completa como contundente de la personalidad y las ideas del presidente electo. Lo que resalta del texto es que el autor sabe de lo que habla y que, por el contrario, no saben de lo que hablan quienes ubican a la Alianza en el centroizquierda.

Después de resaltar las dotes intelectuales de De la Rúa, así como su prudencia «innata», Escribano le asigna el rol de «gran protagonista» de la jornada comicial del 24 de octubre, y sugiere que «sus aliados» (del Frepaso) se han acercado a su pensamiento, que es conservador. Lo dice, como para que no queden dudas, con todas las letras: «Hemos señalado alguna vez que el doctor De la Rúa sería visceralmente el presidente más conservador desde el doctor Ramón Castillo que pudiera llegar a la Casa Rosada. Ahora, cuando se dispone a hacerlo, creemos oportuno reiterarlo». Castillo fue el último presidente de la denominada «Década Infame», depuesto por el golpe militar del 4 de junio de 1943. Su gobierno preparaba la candidatura de quien era tenido entonces como la encarnación de la oligarquía, el magnate azucarero Robustiano Patrón Costas.

Escribano no deja de destacar que con De la Rúa llegan al gobierno principios de orden y honestidad, así como «la hora del liberalismo, en el sentido más apegado a las grandes tradiciones del país». Un liberalismo distinto, y aun opuesto al liberalismo posterior a 1960, «comprometido con dictaduras y reducido políticamente a lobby de una escuela económica». El editorialista no le pone un nombre, pero no es aventurado pensar en Alvaro Alsogaray.

Si se lo mira desde un lugar más distante y abarcativo que el de «la coyuntura» -en el que habitualmente se ubican los observadores políticos- De la Rúa puede significar mucho más que un presidente para cuatro años, porque tal vez sea la figura que encarne el ingreso de la Argentina en el fin de la historia, predicado hace diez años por Francis Fukuyama y que tiene en los Estados Unidos a la nación «elite», portadora del espíritu universal de nuestro tiempo que es la democracia liberal.

En el libro que publicó tres años después Fukuyama incluyó en el mundo poshistórico a la Argentina de Menem. Pero costaba admitir que un país gobernado por alguien que, como cualquier patriarca tropical, aspiraba a permanecer en el poder hasta su muerte, pudiera ser admitido en la serena meseta del liberalismo.

Con De la Rúa es distinto. Su condición de «aburrido», que terminó sirviéndole para mejorar su performance electoral, es a la vez una buena carta de presentación para el ingreso a un mundo donde no hay caudillos y que reemplaza el discurso heroico y la convocatoria a la lucha por la rutina del consumo y las elecciones, que también asumen la forma de un consumo.

La izquierda no quiere ese lugar. Pero si no está junto a la Unión Cívica Radical, tampoco aparece en otro sitio, como no sea uno de Internet. No está en ninguna parte. No, por cierto, en el justicialismo, ni junto a Domingo Cavallo, las dos corrientes políticas que con la Alianza y los partidos provinciales que sobreviven ganaron la totalidad de los cargos en disputa el 24 de octubre.

Lo que no quiere decir que todo seguirá igual. El mismo Escribano sostiene que «es un error pensar que nada cambiará». Cree que habrá cambios «por lo menos en los procedimientos, en el estilo y hasta en el espíritu». No los habrá en las líneas centrales de la política económica, que no serán revisadas, pero una mutación en «el espíritu» de jolgorio que reinó durante la era menemista no es poca cosa.

No sería de extrañar que desde alguno de los liliputienses partidos marxistas que compitieron («compitieron» es sólo una forma de decir) en el comicio se reclame la representación de la izquierda. Pero ninguno de ellos, ni siquiera el llamado Izquierda Unida, alcanzó el uno por ciento de los votos, lo que significa que su porcentual está encabezado por un cero. Y el cero a la izquierda es más que una mala nota: es la nada.


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