Un general

Por Jorge Gadano

Trátase aquí de un militar que, ya jubilado con el grado de general, relató en un libro sus experiencias en la guerra antisubversiva. Llamada así, la gesta de este memorioso que, hinchado de orgullo, exhibe su epopeya, puede parecer ejemplar y heroica. Porque en estos tiempos la sola palabra «subversión» tiene implicancias satánicas convenientemente aderezadas por los servicios de inteligencia. Todo lo contrario de la poesía subversiva que echaron a volar los poetas franceses de los «30 (aunque, viéndolo bien, toda poesía es subversiva, sólo por ser poesía).

El general entregado a la literatura cuenta cómo fue. Primero, las torturas. Unas «suaves», como las que usualmente se aplican en cualquier comisaría, consistían en trompadas y patadas. Algunos hablaban, pero otros no. A éstos se los ablandaba con la picana, y si los resultados no eran satisfactorios, se acudía a los auxilios de «el submarino», práctica así llamada porque se introducía la cabeza del preso en un tacho lleno de agua, hasta un punto cercano a la asfixia.

La lógica de las operaciones determinaba que no hubiera registro de las detenciones, ni intervención de juez alguno. Eran trabajos especiales que no pocas veces terminaban en alguna muerte imprevista, o en ejecuciones sumarias de los detenidos cuya «peligrosidad» terrorista era incompatible con la sobrevivencia. Los cadáveres eran arrojados a fosas comunes.

Había jueces que sabían de todo pero, imbuidos de un amplio y fervoroso espíritu de colaboración con las fuerzas de seguridad, dejaban hacer y mantenían el secreto. Lo propio hacía el Ministerio de Justicia. Cuando algún crimen trascendía, las autoridades desmentían categóricamente, pero por las dudas no excluían la posibilidad de que se cometiera algún «exceso». Decían que se investigaría «hasta las últimas consecuencias», pero exhortaban a dejar todo «en manos de la Justicia».

Contra lo que se podría suponer, el general no es un arrepentido, sino un criminal consecuente, porque reivindica los crímenes. Es verdad que dejó pasar algunas décadas antes de publicar, con el pecho cubierto de medallas, sus méritos en combate. Pero, como se suele decir, más vale tarde que nunca. Además, como su guerra antisubversiva terminó en una derrota, llega a la conclusión de que a la represión le faltó rigor.

A esta altura del relato, cualquier lector medianamente informado diría que el memorioso general es uno de tantos compatriotas nuestros que llegaron a esa elevada jerarquía después de, a partir del año 1976, jugarse la vida en la lucha por la libertad. Pero no. Tampoco es un militar norteamericano de los destacados en Vietnam, ni un inglés en Irlanda, ni un ruso condecorado por sus dotes de estratega en las «guerras» de Afganistán y Chechenia. Ni siquiera es un mariscal de la Wehrmacht en el frente oriental, ni un general franquista en la guerra civil española, ni un portugués en Angola, ni un japonés en Manchuria.

Nada de eso. Nuestro hombre pertenece a la patria de la igualdad, la libertad y la fraternidad. Aunque usted no lo crea, es francés.

El general de marras, Paul Aussaresses, decidió convertirse en un escritor de fama -siniestra fama, pero fama al fin- a los 83 años. Publicó a esa avanzada edad uno de los libros más leídos en Francia según Mario Vargas Llosa, quien, después de leerlo «con náuseas», lo reseñó para el diario «El País» de Madrid. El libro se titula «Servicios especiales, Argelia 1955-57». El escritor peruano dice que Aussaresses se presenta como un especialista en «operaciones especiales», con lo cual se refiere a un «púdico eufemismo que encubre tareas clandestinas de sabotaje, secuestro, asesinato y otras brutalidades contra el enemigo en territorio extranjero».

El libro viene a confirmar, desde la fuente más fidedigna, lo que ya se sabía. Hubo hasta una película estrenada en los «60, «La Batalla de Argel», del italiano Gillo Pontecorvo, que mostró al mundo la «metodología» aplicada por el ejército francés en la capital argelina para liquidar al Frente de Liberación. Muchos ejércitos, en particular los tercermundistas, estudiaron después las experiencias de los paracaidistas del comandante Jacques Massu.

No sorprenden demasiado, por lo tanto, las revelaciones de Aussaresses. Ni siquiera es motivo de sorpresa que un juez francés destacado en Argel, Jean Bérard, aprobara los crímenes, ni que los consintieran el primer ministro socialista Guy Mollet y el ministro de Justicia, Francois Mitterrand, quien ya tiene un lugar en el panteón de los grandes de Francia, después de Napoléon Bonaparte y Charles De Gaulle.

Llama la atención, en cambio, la sensación de impunidad que transmite Aussaresses, quien exalta sus crímenes contra la humanidad después de que, hace algunos años, la Justicia de su país condenó a prisión perpetua por crímenes parecidos, igualmente imprescriptibles, al nazi Klaus Barbie (Altmann en su refugio boliviano), conocido como «el carnicero de Lyon».

Naturalmente, uno no puede menos que preguntarse si los delitos contra la humanidad dejan de serlo cuando los comete una potencia colonialista en territorio colonial. Pues bien, parece que así es. Aussaresses fue citado por la Justicia de su país, pero no para que responda sobre sus crímenes en Argelia, sino -y por haber sido agregado militar de la embajada francesa en Brasil- respecto de una eventual participación en el plan Cóndor.

No es todo en esta tragicomedia. Aussaresses, rebosando indignación, declaró que él era «un general republicano» y que «despreciaba profundamente» a Augusto Pinochet.


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