Un libro indispensable

Por Carlos Fuentes

Para celebrar sus primeros cincuenta años, el analista mexicano Federico Reyes Heroles se hace (y nos hace) un espléndido regalo. «Entre las Bestias y los Dioses: Del espíritu de las leyes y de los valores políticos» es una reflexión extensa e intensa acerca de los principales interrogantes que ocupan (o deberían ocupar) a la ciudadanía mexicana y latinoamericana. Lo que Reyes Heroles nos propone, sin embargo, no es una agenda enumerativa, sino una crítica propositiva y a veces a contra-corriente, para disipar algunos de los dogmas mitificados que se han venido codificando en el acontecer de nuestros países.

El primer mito, sacralizado hace un par de décadas a la luz de los fracasos de la planificación en el orbe soviético y de las pesadas cargas burocráticas del mundo en desarrollo, es el de la obsolescencia del Estado. Al iniciarse el tercer milenio cristiano, Reyes Heroles hace un oportuno llamado a revisar este dogma. Sólo un Estado fuerte puede hacer frente a las realidades de la globalización internacional y de la gobernanza interna. Lejos de desaparecer sustituido por el 'laissez-faire' de los mercados, el Estado regulador ágil, eficiente, esbelto, es requisito para que los mercados funcionen con eficacia. El mercado requiere al Estado. Pero ambos requieren la primacía de la ley. Sin derecho no hay Estado ni hay mercado. Y cuando los hay, es que el Estado no es democrático o el mercado es injusto.

El segundo mito es que Estado-Nación y globalización se oponen irremediablemente. Reyes Heroles nos hace ver que la globalización sin estados nacionales es un espejismo. Por más que ciertas empresas globales tengan activos superiores a los de algunos estados nacionales (Bill Gates, Sony, General Motors se encuentran en esta categoría) ello, lejos de señalar la defunción del Estado, nos obliga a reforzarlo como centro de decisiones que orienten necesidades y metas que no son forzosamente las de las corporaciones, sino las del conjunto social y sus manifestaciones culturales, históricas, colectivas e individuales. Ello sólo se logra sujetando a ambos actores -Estado y empresas globales- al imperio de la ley, nacional a veces, y otras, internacional. Desafío arduo en momentos en que la Ley del Imperio intenta pasar por alto el Imperio de la Ley.

Por eso es importante establecer que la soberanía no es -tercer mito- una suerte de celosa virginidad que sólo puede preservarse, a lo Albania de Enver Hoxha, en el más prístino aislamiento. Por el contrario, desde su elaboración renacentista por Grocio, Vitoria y Pufendorf, la soberanía es un concepto limitante y limitado. Limitante de los atributos del Estado-Nación en el concierto internacional y limitado por la aceptación de acuerdos de sujeción a las normas internacionales. Así, por ejemplo, el Protocolo de Roma que dio origen a la Corte Internacional de Justicia supone cesión de derechos por el Estado nacional a la jurisdicción de la propia Corte. La negativa de la actual administración norteamericana de adherir a la Corte implica que Washington se reserva derechos soberanos para evadir los juicios de la Corte, ilustrando precisamente cuanto llevo dicho: la soberanía cede o no cede ante los requerimientos de la justicia y la solidaridad internacionales. Cuando no lo hace se daña a sí misma: el capricho, el aislamiento y la soberbia no aseguran mayor soberanía, porque ésta requiere el ámbito de la ley para ser, en efecto, soberana.

De allí la conclusión general de Reyes Heroles: sólo la ley une las diversas piezas de una aparente contradicción entre globalidad y localidad. Resulta que a mayor globalización corresponde mayor diversificación: la localidad se manifiesta religiosa, étnica, tribal, culturalmente y se desborda en el nomadismo migratorio. ¿Cómo conciliar globalidad y localidad? Afirmando tres valores coexistentes y todos ellos relativos: individuo, soberanía y multiculturalismo, dentro de un marco de derechos ciertos para realidades relativas. Sólo la ley nos salva del conflicto de lealtades que caracterizará al siglo veintiuno, conduciéndonos -y no es tarea fácil- a una convivencia de los diversos.

Por ello da Reyes Heroles papel protagónico a la educación. La educación consiste en una constante reinterpretación de nuestras necesidades. Gracias a ella podemos llegar a un acuerdo para estar en el mundo sin dejar de ser nosotros mismos. La educación es el camino para superar las lealtades divididas que hoy se perciben dentro de cada nación y entre el conjunto de las naciones.

Digo que no es tarea fácil ni instantánea y el autor no pasa por alto numerosos obstáculos y contradicciones. Notablemente, el hecho de que la antinomia democracia-autoritarismo puede ofrecer una tentación de sacrificar libertades en nombre de la eficacia, como sucede en China. O de imaginar, como ocurre en América Latina, que si la democracia es sólo una formalidad que no entrega bienestar, acaso el autoritarismo puede hacerlo. Espejismo cierto, pero que nos obliga a todos -gobernantes y gobernados- a acelerar el paso hacia el maridaje de democracia y desarrollo social. Ricardo Lagos lo ha logrado en Chile, pero éste es, hasta ahora, un caso único en Latinoamérica.

El espacio no me permite abundar en la pluralidad temática de este libro indispensable. Nuestros grandes errores, dice Reyes Heroles en resumen, consistirían en no invertir en el capital humano, debilitar al Estado, creer que el mercado lo solucionará todo, cerrar puertas y ventanas al mundo y no aprender de los aciertos ajenos. Evitándolos, concluye, «América Latina ratificará que es proyecto y no sólo un subcontinente».

(©) Tribune Media Services, Inc.


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