Un país sui géneris

Allá en los años '50 del siglo pasado, el economista norteamericano Simon Kuznets dijo que en el mundo hay cuatro tipos de países: los ricos, los pobres, el Japón y la Argentina, lo que podría tomarse por una forma de señalar que a su entender sería inútil tratar de juzgar el desempeño de estos últimos conforme a pautas que acaso fueran apropiadas para todos los demás. Mientras que el Japón contaba con los japoneses que andando el tiempo resultarían ser más que capaces de superar la desventaja supuesta por su lejanía de los grandes centros industriales, una cultura no occidental de características corporativas y la falta de recursos materiales, se suponía que la Argentina estaba tan favorecida por la naturaleza que podía darse el lujo de mofarse de las reglas severas consideradas aptas para países menos privilegiados.

Aunque después de más de medio siglo de frustraciones es legítimo sospechar que para los argentinos de carne y hueso hubiera sido mucho mejor que sus dirigentes no se hubieran comprometido con la noción que, por tratarse de un caso único, la Argentina no tuviera por qué prestarle atención a la experiencia ajena, el gobierno del presidente Néstor Kirchner la ha abrazado con fervor. Toda vez que un economista extranjero opina que a pesar del crecimiento espectacular reciente mucho tendrá que cambiar para que el país consiga ubicarse nuevamente entre los considerados exitosos, sale un vocero oficial para decirle que fue precisamente por haber intentado importar recetas primermundistas que la Argentina se hundió en la gran crisis del 2001 y 2002. Como autómatas, rechazan cualquier crítica a su gestión descalificándola por proceder de quienes acusan de haber «arruinado el país».

Es lo que hizo hace un par de días la ministra de Economía, Felisa Miceli, cuando el Foro Económico Mundial, que celebraba una reunión en Santiago de Chile, tuvo el mal gusto de difundir un informe según el cual a ojos de los financistas la Argentina está, con Bolivia y Venezuela, entre los países menos atractivos de América Latina para inversiones privadas en infraestructura. «Realmente no nos interesan sus opiniones. No las necesitamos. Cuando en la Argentina tuvimos dirigentes que aplicaron sus recetas de forma contundente nos fue muy mal y eso lo tenemos grabado en nuestra memoria», espetó, para entonces asegurarles que si se embarraran los pies y vieran «cómo producen nuestros productores de cerdos» entenderían que la Argentina está progresando como un cohete. A juicio de Miceli y, claro está, Kirchner, el resto del mundo debería reconocer que sus normas carecen de validez aquí y que por lo tanto le corresponde mantener bien un silencio respetuoso frente al milagro argentino, o bien recomendar que otros países aprendan de las teorías perfeccionadas por nuestro gobierno para que ellos también puedan gozar de años de crecimiento supersónico.

Puede que los criadores de cerdos locales sean los más eficientes del planeta y que Miceli esté en lo cierto cuando jura que los agricultores criollos son mucho más competitivos que sus equivalentes en otras latitudes porque nadie los subsidia, pero esto no quiere decir que merced a la gestión del gobierno kirchnerista la economía en su conjunto disfrute de salud envidiable. Si bien su estado actual es decididamente mejor de lo que fue hace cinco años, lo que no es mucho decir, la Argentina sigue siendo un país muy poco productivo y por lo tanto llamativamente más pobre que otros de tradiciones culturales similares a pesar de poseer recursos naturales cuantiosos.

Que éste sea el caso ya no parece preocupar a sus gobernantes. Tanto tiempo ha transcurrido desde que los índices sociales y económicos de la Argentina pudieron paragonarse con los de Europa occidental, Australia y el Canadá, que los más se sienten orgullosos si son superiores a los del Brasil, Perú, Bolivia y Paraguay. Para muchos, tanta humildad es positiva porque, dicen, significa que la Argentina ha dejado de dar la espalda a América Latina, mientras que tomar en serio la idea de que bien gobernado el país podría aspirar a formar parte del mundo desarrollado es tomado por evidencia de megalomanía, cuando no de traición a las esencias regionales.

Es sin duda natural que a la hora de efectuar comparaciones, el gobierno elija hacerlo aludiendo a momentos y lugares que le permiten ufanarse de sus hazañas, de ahí su costumbre de tratar el 2002 como si fuera el año cero y su preferencia por aquellas estadísticas que muestran que en el contexto latinoamericano la Argentina se desempeña como un auténtico tigre, pero a los demás les convendría que los puntos de referencia fueran menos modestos. El desafío verdadero frente al país no consiste en superar todos los récords que se establecieron en la década de los noventa, algo que ya hicieron con comodidad casi todos los demás países del mundo, sino en encontrar el camino que en un lapso razonable lo llevaría a un destino que fuera por lo menos tan agradable como el alcanzado hace mucho por España e Italia. Si sólo es cuestión de conformarse con una versión más rutilante del «modelo» existente, podría resultar más que adecuada la estrategia del gobierno, que se basa en la resistencia a emprender reformas que se considera necesarias para que una economía moderna logre prosperar en las décadas próximas, pero si lo que uno tiene en mente es más ambicioso, resulta poco sensato manifestarse indiferente ante lo que está sucediendo en el exterior porque terminó mal el último intento de emular a los países más ricos.

Por desgracia, el gobierno no tiene interés en procurar aprender de aquella experiencia. Sólo quiere aprovechar el derrumbe. Como gobernador de Santa Cruz, Kirchner apoyó la convertibilidad y se opuso a la devaluación del peso, pero en cuanto se mudó a la Casa Rosada se transformó en el crítico más feroz de todo lo vinculado con la política económica del ex presidente Carlos Menem, es de suponer que primero por oportunismo y luego por haberse convencido de que el «modelo» resultante fue muy inferior al «productivo» que le legó su padrino, Eduardo Duhalde. ¿Lo fue? Es imposible saberlo. Con toda probabilidad, de haberse iniciado el gran boom internacional algunos años antes, la Argentina se habría ahorrado la recesión exasperante que, combinado con la debilidad del gobierno de Fernando de la Rúa, desembocaría en el desastre del default, una devaluación salvaje y la pesificación asimétrica que sirvió para transferir los depósitos bancarios de la clase media a los bolsillos de los beneficiados por la redistribución de riqueza más brutal de la historia nacional. En cambio, de haber persistido un lustro más las condiciones internacionales que imperaban en la segunda mitad de los años noventa, la Argentina no habría podido disfrutar de la recuperación vigorosa que Kirchner se atribuye.

Los reparos formulados por quienes dicen que sería bueno que el gobierno aprovechara el buen momento actual para reformar algunas cosas no necesariamente reflejan una ideología determinada. Tanto un «neoliberal» como un izquierdista resueltamente heterodoxo tendrá que preocuparse por la arbitrariedad y languidez de la justicia local, la corrupción, lo poco confiables que suelen ser los datos oficiales y la ineficiencia de la burocracia. Asimismo, no se puede negar que a la luz de lo sucedido en los lustros últimos es lógico que los inversores aún no se hayan convencido de que la Argentina sea un país libre de riesgos. Para modificar tal imagen el gobierno tendría que intentar remediar las deficiencias señaladas, pero puesto que Kirchner, Miceli y los demás entienden que les resultaría políticamente beneficioso asumir una postura nacionalista, proclamando que no les interesa lo que dicen los extranjeros, brindan la impresión de querer reivindicarlas como si las creyeran inherentes a la Argentina misma. Ser diferente tendrá sus méritos, pero tal vez resultaría mejor que no exageraran tanto.

 

 

JAMES NEILSON


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