Un régimen terrorista

Como corresponde, la Cancillería manifestó su «enérgica condena» a la decisión del presidente iraní, Mahmoud Ahmadinejad, de designar como ministro de Defensa a Ahmad Vahidi, un personaje siniestro que ha sido acusado formalmente de haber estado detrás del atentado contra la sede de la AMIA en que murieron 85 personas y fueron heridas muchas más, pero no es demasiado probable que la actitud asumida por nuestro gobierno sirva para convencer al parlamento de la «república islámica» de negarse a confirmar la nominación. Puesto que el poder de Ahmadinejad depende en buena medida del apoyo que recibe de los servicios de seguridad «revolucionarios», es sin duda natural que crea que Vahidi es el hombre indicado para desempeñar una función que será clave en los meses y años próximos, ya que el régimen teocrático está luchando por sobrevivir contra una rebelión interna que, según parece, cuenta con la simpatía del grueso de la población y contra la amenaza externa planteada por Israel, cuyos líderes entienden que a menos que lograran frenar el programa nuclear iraní correría riesgo la existencia misma de su propio país. Frente a los desafíos así supuestos, los clérigos extremistas que siguen gobernando Irán han optado por una postura intransigente por suponer que cualquier concesión de su parte sería tomada por un síntoma de debilidad.

Aunque es por lo menos factible que los contrarios a Ahmadinejad -los que están encabezados por otro acusado de implicación en el ataque terrorista brutal a la AMIA, el ex presidente Ali Akbar Rafsanjani- finalmente consigan derrocarlo, esto no querría decir que el régimen resultante aceptara obligar a todos los nombrados por la Justicia de nuestro país a entregarse. Para que ello sucediera, sería necesaria una contrarrevolución que pusiera fin a la islamista que tantos estragos ha causado a los iraníes mismos y a millones de personas en el resto del mundo. Si bien la violenta reacción popular ante las elecciones claramente fraudulentas del 12 de junio pasado hizo esperar que Irán pudiera estar en vísperas de un cambio sísmico, por ahora el régimen parece estar a salvo.

La protesta vehemente emitida por nuestra Cancillería fue acompañada por otra levemente más contemporizadora del Departamento de Estado norteamericano, que se afirmó «perturbado» por la nominación de Vahidi. Como es notorio, el presidente Barack Obama quiere abrir un «diálogo» con la teocracia iraní, razón por la que se resistió a criticar con firmeza la represión feroz de las manifestaciones masivas de repudio al fraude electoral, pero a esta altura es evidente que a los clérigos y a Ahmadinejad no les interesa negociar con Estados Unidos el eventual abandono de sus esfuerzos por dotarse de un arsenal nuclear. En vista de que los religiosos iraníes han hecho de su hostilidad implacable al «Gran Satán» estadounidense y hacia su aliado Israel una prioridad absoluta por creer que andando el tiempo les permitirá contar con el respaldo de los más de mil millones de musulmanes, a pesar de su propia pertenencia a la secta minoritaria chiíta, la dureza manifestada por el régimen no carece de lógica, pero desgraciadamente para ellos, y para muchos otros, hay un límite en lo que los amenazados por la revolución islámica están dispuestos a tolerar. Aunque Obama se ha mostrado vacilante frente a Irán y por motivos comprensibles los israelíes quieren agotar todas las alternativas antes de desatar una guerra de desenlace incierto intentando destruir las instalaciones nucleares que les preocupan, es tan alarmante la perspectiva planteada por el programa iraní que dentro de poco tanto Estados Unidos como Israel tendrán que decidir si sería mejor resignarse a que la revolución islámica se adueñe de bombas atómicas y misiles capaces de alcanzar blancos no sólo en el Medio Oriente sino también en Europa o, caso contrario, impedir que ello ocurra por medios militares. Huelga decir que, si el Ministerio de Defensa está en manos de un individuo implicado en la causa de la AMIA, resultarán todavía menos convincentes los argumentos esgrimidos por quienes dicen confiar en que es sólo por prestigio que los iraníes están esforzándose por construir un arsenal nuclear y que por lo tanto sería un error imperdonable, de consecuencias terroríficas, hacer cuanto fuere necesario para forzarlos a abandonar sus ambiciones.


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