Una capital con la calidez de un pueblo

Su anfitriona en York estaba en lo cierto: convenía sentarse a la derecha para deslumbrarse con los lagos y las montañas desde el tren que entra a Escocia. Pero lo que el enviado de “VOY” nunca planeó fue que su visita coincidiera con el gigantesco festival cultural. Ni que la gente tuviera tanta onda. Imperdible la ciudad subterránea.

Juan Ignacio Pereyra pereyrajuanignacio@gmail.com

El tren deja atrás York e ingresa en Escocia en busca de Edimburgo. Son dos horas y media de viaje hacia el norte. Ahí entendí a la dueña del bed and breakfast en el que me había alojado en mi último destino, que me aconsejó sentarme a la derecha para apreciar mejor el paisaje: una sucesión de postales, una detrás de otra. El variado verde se mezcla con lagos y montañas en un contexto poco habitual: ¡el cielo está despejado! Pienso que estoy con suerte y no tardo en confirmarlo: llego a Edimburgo justo en el punto de ebullición de su famoso Festival Internacional, sin planificarlo. Dicen que es el más grande del mundo. Se trata de una amplia gama de espectáculos –gratuitos y pagos– de teatro y música, además de artistas callejeros que no suspenden sus shows aunque llueva. La gente, con paraguas, se amontona y ellos exhiben su tino durante todo el día con una guitarra o una gaita, haciendo equilibrio sobre una cuerda o protagonizando un monólogo. Me resulta tan interesante como lejano: no me imagino algo de esta dimensión en las apabullantes calles porteñas. Edimburgo no tardó en demostrarme su gentileza. La máxima expresión fue un hombre de unos 40 años, pantalón de vestir, camisa y con bolsas como si recién saliera de un centro comercial. Pasó por al lado mío, dio tres pasos y se volvió para preguntar si me podía ayudar. ¿Tendría mucha cara de turista, de perdido o ambas? Le conté que iba a un alojamiento en la calle Hillside. “Seguime”, soltó con una sonrisa. Durante los diez minutos que caminamos me contó sobre los festivales, me dijo que podía andar tranquilo por las calles y me recomendó paseos. Esta capital es la segunda ciudad más visitada del Reino Unido después de Londres. Viven unas 480.000 personas: la sexta parte de las que habitan Buenos Aires. Para los festivales, que tienen lugar durante el verano europeo, se calcula que la población se duplica. De todos modos, parece estar muy bien preparada para que el visitante se enfoque en pasear y consumir. La mayor parte de los 13 millones de turistas que pasan cada año por Edimburgo llega en agosto, atraída por el Festival que genera unos 100 millones de libras. Algo de esto me había adelantado Mendieta, un fotógrafo amigo que pasó unos meses recorriendo el Reino Unido: “Edimburgo es locurón de ciudad. Todo funciona. Todo es fácil y prepensado, limpio y ordenado”. A diferencia de Londres y York, en las que había estado las semanas anteriores, Edimburgo resulta más familiar en cuanto al diseño de sus calles, dispuestas sobre un trazado cuadricular. Pese a que había muchas obras en construcción, el tráfico exhibía una relativa calma. Su tránsito, como su ambiente, se parecía poco al de las grandes y caóticas ciudades. Tal vez por la amabilidad de su gente sentí que es una capital con la calidez de un pueblo. Tiene varias peatonales en las que hay una buena oferta de comida, además de bares y pubs. En cualquier rincón hay una gran variedad de cervezas y whiskies. Como en casi cualquier capital del mundo, hay restaurantes internacionales. Una de las noches fui a cenar a uno francés, La P’tite Folie. Pequeño, pocas mesas, luz tenue y atendido por dos parisinas. La carta tenías clásicos franceses como la sopa de cebolla, mejillones marinados, carnes y mariscos. A partir de unas 10 libras se cena. Otro día fui a Under Dogs, que me encantó: es un subsuelo con sillones con la apariencia de un enorme living. Con Oasis y REM de fondo, probé la muy rica cerveza artesanal escocesa Williams Red Ale (4,50 libras el medio litro). También tiene buenos tragos desde 3,70 libras. Caminando por las colinas A 3,50 libras se vende un pase diario para usar sin límite los colectivos. Igual, preferí recorrer la ciudad a pie. Hay muchas opciones de alojamiento. Si se viaja de a dos o más, puede convenir un departamento. Por 100 libras diarias se consigue uno amplio, amueblado, con tres habitaciones dobles, cocina y living. Hay variedad de hoteles y bed and breakfast, que son muy cómodos y más baratos si se viaja de a uno o dos. Funcionan bien webs como www.expedia.com, www.laterooms.com y www.hoteles.com. También me fue de gran ayuda la guía Lonely Planet. No pude ir a Leith, uno de los lugares que me habían sugerido. En su puerto está el Royal Yacht Britannia, un yate en el que la Reina Elisabeth II viajó por todo el mundo durante 40 años y que ahora es un museo flotante. Sin embargo, este barrio se hizo más conocido desde “Trainspotting”, la película de Danny Boyle basada en la primera novela del escritor Irvine Welsh, que nació y vivió allí. Al menos pude ver la costa de Leith a lo lejos, desde la altura del Arthur’s Seat, el pico más alto de las colinas del maravilloso Holyrood Park, muy cerca del centro de Edimburgo. Ahí llegué después de 40 minutos de caminata. El ascenso ofrece una vista panorámica de la ciudad, incluyendo el moderno Parlamento y el barroco Palacio de Holyroodhouse –residencia oficial de la Reina en Escocia– al que se ingresa pagando 10 libras. No entré, preferí subir al Arthur’s Seat y almorzar unos sandwiches que tenía en la mochila. Un paseo parecido hice la mañana siguiente. La diferencia fue que empecé el día desayunando en los fabulosos jardines (East Princes Street Gardens) que están a un costado de Princes Street. Después caminé cinco minutos hasta Calton Hill, otra colina que está a unas tres cuadras del Holyrood Park. En media hora de ascenso por escaleras quedé unos cien metros por encima de Edimburgo. Desde ahí se ve el Castillo, el Palacio, el Arthur’s Seat y Princes Street, la calle comercial en la que transcurre la persecución inicial a Renton en “Trainspotting”. En la cima, además, hay varios monumentos. El más llamativo es el incompleto Monumento Nacional, un homenaje a los caídos en las Guerras Napoleónicas: son doce columnas de estilo similar al del Partenón de Atenas frente a las cuales los turistas se sacan miles de fotos por día. Dormí una siesta en el césped. Después bajé y caminé cuarenta minutos hasta el omnipresente Castillo, visible desde casi toda la ciudad. Entrar cuesta 14 libras pero varios me habían dicho que no valía la pena. Además, tenía previsto visitar algún castillo más adelante, así que di una vuelta por sus alrededores. Allí la ciudad se desarrolla a diferentes niveles a los que se accede mediante empinadas cuestas o escaleras. Algo cansado, bajé a la calle Grassmarket y comí un creppe (5 libras) mientras veía a la gente pasar: confirmé que se cumple el estereotipo del hombre escocés con pollera a cuadros, que hasta ese momento solo la había visto en comercios. Ciudad subterránea La última mañana llovió casi sin parar. Escudado en un paraguas, fui hasta la zona conocida como “la ciudad subterránea”. Como referencia tenía el nombre de Mary King’s Close, un callejón poblado de comerciantes durante el siglo XVII y que luego fue tapiado. Sobre la superficie y al nivel de la calle Royal Mile (también llamada High Street), ahora solo se ve un edificio: el ayuntamiento, que empezó a construirse en 1753. Por debajo, además del famoso Mary King’s, quedaron congelados en el tiempo otros cinco callejones (Allan Close, Stewart Close, Craig Close y Pearsons Close). A este laberinto bajo tierra solo se accede con un tour (11 libras). Una española nos guió dos horas que se pasaron muy rápido. Bajamos unas escaleras y empezaron las historias. Contó que en total hay 200 callejones construidos en la Edad Media pero que la mayoría no están abiertos al público. “Edimburgo era una ciudad amurallada, entonces creció hacia arriba y hacia abajo”, explicó. Aseguró que es falsa la leyenda de que ahí se encerraba a la gente con peste, pero que sí es cierto que la vida era muy dura allí, donde terminaron viviendo los pobres. También dijo que un grupo de investigación de parapsicología de la Universidad de Edimburgo colocó cámaras para comprobar si hay fantasmas, aunque no pudo informarnos los resultados de la pesquisa. En la parte baja de los callejones vivían los pobres, que pasaban los días en la zona más oscura y húmeda de la ciudad tomando cerveza. Arriba, en el mejor sector, estaban los ricos que, a diferencia de los desventurados, bebían vino. La estructura se fue modificando, los callejones se tapiaron y quedaron literalmente bajo tierra como se conservan. Edimburgo está lleno de mitos y leyendas. Una de estas sostiene que en una las habitaciones que se visita habita Annie, una niña que murió en 1645 pero cuyo espíritu triste quedó deambulando entre los vivos. La historia es así: Aiko Gibo, una médium japonesa, llegó a Edimburgo para filmar un documental y descubrió la presencia de la niña abandonada por su familia por tener la peste. Para colmo, Annie había perdido la única compañía que le quedaba: una muñeca. Desde entonces, los visitantes llenan el lugar de muñecas, dinero y regalos que cada año son donados al hospital de niños de Edimburgo. Al salir de los callejones, pasado el mediodía, ya no llovía. Aún me quedaban algunas horas, así que fui a Primark a hacer compras. En esta tienda de ropa, estilo C&A, los precios son muchos más bajos que en Argentina: pantalones a 50 pesos, remeras a 15, zapatillas, buzos y suéteres desde 40. Me llevé un par de prendas y seguí camino hacia la estación de tren. Me costó dejar Edimburgo, donde me quedó pendiente visitar varios lugares. Pero fue una buena decisión: por delante estaba la gran Inverness, capital de las Highlands.

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