Una cierta seguridad económica familiar favorece una educación estable

Datos proporcionados por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) puede afirmarse que los niños y jóvenes de hoy en América Latina dispone de unos niveles educativos más altos que sus predecesores pero que a pesar de la expansión educacional básica hay dudas sobre la incidencia de este avance en la reducción de las diferencias sociales, describe la «Revista Internacional para el desarrollo humano» en una edición reciente.

Sostiene que las disparidades en el nivel y la calidad educativa en una misma generación continúan siendo muy significativas según el ingreso, la clase social y la ubicación geográfica. En la actualidad, los años de escolarización siguen aumentando con el nivel de renta de las familias.

No es extraño que los sectores poblacionales más pobres o excluidos socialmente tengan menos años de educación formal. El quid de la cuestión reside, en parte, en los costos de oportunidad a los que se enfrentan los individuos. En muchas ocasiones, familias con altísimas carencias de manutención y salud no tienen incentivos para realizar inversiones a largo plazo y, por tanto, condicionan a los menores (y más notablemente a las niñas) a abandonar los estudios e incorporarse tempranamente en el mercado de trabajo para que contribuyan a la subsistencia económica del hogar. Los beneficios de llevar a los niños a la escuela solamente aparecen en el futuro, mientras que los costos que representa para estas familias la escolarización y la consiguiente pérdida del salario de los menores son inmediatos.

Este escenario es realmente preocupante debido a que la educación puede continuar, en el futuro, como una variable clave para la perpetuación de las desigualdades. En este sentido, la educación terciaria o universitaria presenta una rentabilidad mucho mayor que la educación primaria o secundaria, es decir, el tramo superior de la educación reporta sustancialmente y en proporción mejores retribuciones. Obviamente, sólo unos pocos, los provenientes de las clases acomodadas, son los que cursan estudios superiores. Este escenario se ha agravado con los efectos de la globalización que, para adaptarse y hacerle frente, se requiere más y mejor educación.

Pero los años de escolarización sólo explican parte de la historia. Las disparidades en la calidad de la educación es patente en toda la región. Las escuelas privadas, donde asisten los hijos e hijas de la población con mayores recursos, gozan de unos niveles de calidad muy superiores que los de la escuela pública. Una vez más, las diferencias entre un sistema educativo y el otro están fuertemente asociadas con las desigualdades socioeconómicas de los hogares. Así, la calidad educativa acaba perpetuando las diferencias sociales. No sorprende, pues, que el panorama educativo en América Latina sea el de la profunda estratificación de la enseñanza y, por ende, el de la perpetuación de las desigualdades de renta que castigan a los individuos con menos recursos.

Además, el aumento de la escolaridad no se ha traducido en una mejora de las oportunidades laborales para una gran mayoría de los jóvenes. En América Latina, la frágil relación entre la oferta y la demanda es preocupante. El mercado laboral es incapaz de absorber o aprovechar este aumento educacional y ofrecer nuevos empleos. Si bien la juventud latinoamericana actual tienen más años de escolaridad y son sensiblemente más aptos para los cambios productivos y tecnológicos que las generaciones precedentes, se encuentran excluidos del mundo laboral.

La solución pasa, en parte, por una activa presencia del sector público que facilite, mediante sus políticas, que la acumulación de capital humano encuentre una aplicabilidad económica a través del mercado. Esto supone desarrollar políticas públicas en el ámbito educativo tendentes a eliminar o mitigar las constricciones sociales y económicas que inducen a la deserción o discontinuidad escolar en los diferentes niveles formativos, mejorar la calidad de la educación pública y equipararla a los estándares mínimos para favorecer una efectiva igualdad de oportunidades y, por último, ajustar la educación, especialmente la de carácter técnico, a las demandas del mercado laboral de hoy.

En conclusión, está fuera de dudas que el futuro y el bienestar de un país dependen, en gran parte, de la educación de sus ciudadanos. Pero también es cierto que no puede haber educación estable y exitosa a menos que haya, en el seno de una familia, cierta seguridad económica, condiciones de vida mínimas y una efectiva igualdad de oportunidades.

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