Una civilización quejosa

Por James Neilson

Cuáles han sido las épocas más espléndidas de la historia, aquellas en las que la vida de quienes nos precedieron pareció adquirir un brillo y una intensidad muy especiales? Aunque cada pueblo tiene sus propias preferencias, en Occidente por lo menos, las respuestas suelen incluir las edades de Pericles y de Augusto, el renacimiento italiano y, quizás, los períodos más creativos de España, Francia e Inglaterra, además del siglo XIX alemán, es decir, los que vieron surgir las sociedades que, en su conjunto, produjeron la cultura en la que descansa nuestra civilización.

Según los criterios actuales, empero, estos «momentos estelares de la humanidad» o «siglos de oro» fueron inenarrablemente atroces: la mayoría abrumadora vivía y moría, como si se tratase de bestias, en comunidades anárquicas a merced de delincuentes. El esplendor que todavía admiramos fue obra de una minoría minúscula de privilegiados «parasitarios», muchos de los cuales serían hoy en día blanco del odio y el desprecio. Quien siente cierta nostalgia por el pasado supone que de poder trasladarse a su época favorita se encontraría en un palacio o, por lo menos, en una villa agradable, pero sería más probable que de haber nacido en el año elegido hubiera sido un esclavo o un labrador tan brutal como indigente.

La verdad es que con escasas excepciones todos tenemos motivos de sobra para agradecer el destino que nos ha permitido vivir en los años finales del segundo milenio, pero sucede que pocos, muy pocos, están dispuestos a reconocerlo. Por el contrario, es habitual dar por descontado que antes casi todo era mejor. Sería difícil nombrar a un solo «intelectual» prestigioso que no hablara pestes del siglo que está por terminar. Los más, encabezados por los historiadores que, uno imaginaría, debieran saber algo sobre la miseria asfixiante en la cual con toda seguridad se debatieron sus propios antepasados, concuerdan en que este siglo ha sido el más sangriento de todos; juicio que los más celebran por considerarlo evidente, pero si bien la escala de las matanzas perpetradas por nazis, comunistas y otros fue claramente mayor que en tiempos anteriores, no cabe duda alguna de que en el siglo XX una proporción más sustancial de nuestros congéneres ha podido vivir mejor y con más seguridad de lo que hubiera sido concebible en cualquier otro período.

¿Por qué, pues, coinciden tantos pensadores en que la actualidad es notablemente horrenda, en que el mundo va de mal en peor, en que la civilización occidental está volviéndose cada vez más repugnante? Acaso sea porque mientras vemos el pasado desde el punto de vista del integrante del menos del uno por ciento que pudo darse ciertos lujos – entre ellos, el de crear los únicos testimonios que siguen conmoviéndonos -, vemos el presente desde la óptica no tanto del hombre común cuanto de los llamativamente desafortunados. Se trata de una innovación sin precedentes: aunque los primeros cristianos también reivindicaban la cosmovisión de los de abajo, conformaban una secta minoritaria cuyas ideas ocasionaban más extrañeza que interés entre los miembros de los grupos dominantes. Hoy en día, sólo a los más insensibles se les ocurriría afirmar que deberíamos celebrar el hecho de que la tasa de desempleo sea del 15 por ciento porque significa que el 85 por ciento tiene un trabajo remunerado. Hace cien años tal actitud hubiera sido normal, sobre todo entre los más piadosos: en la actualidad, sólo motivaría indignación.

Para gobernantes y oficialistas de todo tipo, la difusión del «negativismo», es decir, de la propensión de tantas personas a concentrarse en lo malo y pasar lo bueno por alto, es fruto de las maniobras de sus enemigos políticos. Aunque al comenzar una gestión les complace subrayar las lacras que «heredan» de sus antecesores, cuando han estado en el poder algunos años quieren que la ciudadanía se ponga a festejar las mejoras recién concretadas. Pero es muy raro que esto suceda. Tanto aquí como en la mayoría de los demás países, al aproximarse a su fin una gestión gubernamental suele surgir un clima de descontento que a veces alcanza la histeria colectiva. Casi todos hablan del deterioro, cuando no del «colapso», de la sociedad, achacándolo a los errores de sus gobernantes, a pesar de que según los datos disponibles el progreso registrado haya sido patente.

Aunque los gobernantes, desconcertados al hallarse en el banquillo de los acusados, se resistirán a creerlo, por lo común, estos cambios anímicos no se deben a la prédica de la oposición de turno, la cual se limita a aprovecharlos, sino a la lógica inherente a la democracia igualitaria moderna que, por basarse en el presupuesto de que todos tienen derecho a disfrutar de las mismas cosas, justifica las protestas de los muchos que no estarán en condiciones de hacerlo. Nuestras sociedades son quejosas por antonomasia porque son perfeccionistas. Esta característica las hace tremendamente dinámicas pero también impide que muchos se sientan inclinados a festejar los logros. Aunque parece objetivamente indiscutible que casi todos los países del «Primer Mundo» y muchos del «Tercero» han progresado de manera espectacular en el curso de los últimos decenios, en términos más subjetivos parecen haber fracasado, juicio éste que muchos están propagando con gran energía.

En los países avanzados, la «autocrítica» constante y a menudo feroz a la cual las democracias se someten no parece plantear demasiados peligros inmediatos, aunque es posible que a la larga las prive de la energía vital que necesitarán para sobrevivir: la caída abrupta de la tasa de natalidad, fenómeno que causará muchos problemas sociales y económicos, se habrá debido en parte al pesimismo institucionalizado. Pero si bien la mayoría brinda la impresión de tomar en serio las palabras de quienes insisten en que está viviendo en un infierno, no muestra interés alguno por rebelarse contra tamaña iniquidad. En el resto del mundo, en cambio, la influencia de los al parecer convencidos de que en los países «centrales», los que sirven de modelos para aquellos que aspiran a «desarrollarse», la actualidad es intolerable está produciendo resultados poco felices al favorecer los designios de demagogos impacientes que prometen mejoras instantáneas. Es lo que sucedió aquí hasta que la ciudadanía dejó de prestar atención a los que afirmaban que la «solución» o, más esperanzadora aún, la «salida», implicaría un «giro de 180 grados».

Con todo, aunque varios países latinoamericanos podrían alejarse del camino democrático, no hay por qué temer que la Argentina sea uno de ellos: la variante local de la democracia quejosa parece estar en vías de consolidarse. En otras partes del mundo, empero, este rasgo propio de las democracias liberales está en la raíz de muchos malentendidos que los tiranos han sabido aprovechar. Los gobernantes totalitarios de China, Corea del Norte y de muchos países musulmanes, además de algunos autoritarios de Asia oriental reacios a permitir que sus adversarios los critiquen como si fueran norteamericanos o europeos, pueden comparar la versión oficial de la realidad de sus países – la cual es magnífica, claro está – con la descripción tétrica del estado de sus propias sociedades que son formuladas por los intelectuales más destacados del Occidente. Puesto que Irán según un ayatollah o China vista por un funcionario comunista son claramente más atractivos que los Estados Unidos o la Alemania que se reflejan en los escritos de un contestatario furibundo resuelto a denunciar la injusticia social, el racismo y la «exclusión», es natural que muchos iraníes y chinos supongan que el capitalismo democrático es un monstruo al que les convendría mantener a raya.


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