Una feliz coincidencia

Por Jorge Gadano

Como no hay ningún motivo para suponer que el juez federal Jorge Urso quiso participar en la celebración del día del periodista, habrá que tener como una coincidencia casual que su decisión de detener a Carlos Menem se haya producido el 7 de junio, el único día del año en que las autoridades se acuerdan bien de los hombres de prensa.

Es, de todas maneras, una feliz coincidencia, porque en sus diez largos años de gobierno Menem no perdió ocasión de mostrar su disgusto contra los periodistas que lo investigaron, del mismo modo que lo hizo el fiscal federal que, finalmente, consiguió ponerlo en prisión preventiva. Unas veces los llamó «delincuentes» periodísticos, otras recurrió a la querella por calumnias e injurias para intimidarlos, y si no insistió en esa línea de comportamiento fue porque algún buen sentido que le quedaba le hizo ver que cualquier exceso se volvería en su contra. El proyecto de «ley del palo» contra la prensa, enviado al Congreso y felizmente frustrado por la reacción de la opinión pública, es una buena muestra de las malévolas intenciones del ex presidente.

La justicia tarda, pero llega. No faltan quienes sospechan que si Menem hubiera podido concretar su propósito de reelegirse para un tercer mandato la investigación de la venta ilegal de 6.500 toneladas de armas seguiría en un punto muerto. Es probable que, en tal hipótesis, hubiera ocurrido eso, como lo es también que Urso, uno de los jueces presuntamente anotados por Carlos Corach como obedientes al Poder Ejecutivo en una servilleta entregada a Domingo Cavallo, esté haciendo ahora lo que, por temor, conveniencia o debilidad, no hizo antes. Pero, como quiera que haya sido, lo que resalta es que, vigente la democracia y sus instituciones, el que las hace las paga. Menem no va a sufrir en su confortable prisión domiciliaria los tormentos que padecen rateros comunes en las inhóspitas y sobrepobladas cárceles del Estado, pero no cabe duda de que su carrera política ha terminado. Podrá, en todo caso, como Moisés Ikonikof,convertirse en una estrella de la televisión. Su glamorosa esposa puede acompañarlo, porque de eso sabe.

Uno de los fastos oficiales en los tiempos de gloria del peronismo fue el denominado «Día de la Lealtad», el 17 de octubre. Ese día, cada año, del mismo modo que el 1º de mayo, la plaza de Mayo se llenaba de trabajadores que daban testimonio de su lealtad al líder. Fervorosos, coreaban «Perón sí, otro no», y cosas por el estilo.

Perón fue derrocado en 1955, pero la lealtad sobrevivió. Se materializó en los votos que lo devolvieron al poder en setiembre de 1973, con la fórmula Perón-Perón.

Por una especie de autocompasión es mejor omitir lo que pasó con el gobierno de aquella fórmula, sobre todo cuando, después de la muerte del líder, quedó el segundo término en la jefatura del Estado. Lo cierto es que con Menem el peronismo recuperó un conductor y volvió al poder. No obstante, lo que se está viendo ahora es que la lealtad ha sido sustituida por su contrario, la deslealtad. No sólo porque es inimaginable que, como sucedió el 17 de octubre de 1945, las masas obreras se movilicen hacia la plaza para reclamar la liberación de su líder, sino porque quienes contaron entre los más cercanos colaboradores del ilustre preso han desertado. Es el caso de sus dos vicepresidentes Eduardo Duhalde y Carlos Ruckauf: hace algunos días el primero dijo que si Menem iba preso no pasaría nada, y el segundo comentó que, a su juicio, no existía la persecución política de la que se quejaba el supuesto perseguido. Pero quizás resuene más que esas declaraciones el inmenso silencio del peronismo que en los años triunfales coreaba las hazañas menemistas.

Los gobernantes que se encandilan con el poder deberían aprender de esta experiencia. No son pocos los de débiles convicciones democráticas que, llevados al poder por mayorías que necesitan creer en promesas lanzadas al voleo, se consideran hombres providenciales y no cejan en el empeño de silenciar a la prensa y domesticar a la oposición. Es así como quien no es más que un presidente o un gobernador pasa a ser un conductor o un jefe, mientras sus partidarios se transforman en «soldados de la causa» totalmente acríticos, siempre dispuestos a la obediencia debida. En tales circunstancias la reelección es una cuestión de vida o muerte, del mismo modo que la concentración del poder y la descalificación de aquellos que no se someten.

El jueves pasado la Argentina fue un país si no feliz, al menos aliviado. Aunque, en hipótesis, su nombre haya figurado en aquella servilleta, el juez Urso es un magistrado que, siquiera en una mínima parte, ha devuelto a la Justicia el reconocimiento que todos deseamos darle. Seguramente, como hay muchos corruptos, jueces entre ellos, todavía impunes, y como además subsisten las condiciones de vida que hacen desdichados a millones de compatriotas, en algunos días más el alivio se habrá disipado. Pero, por lo menos, esto servirá, es deseable que así suceda, para que en el futuro no creamos tanto en aquellos que comienzan envolviéndonos en promesas de una vida feliz, sin decirnos cómo lo van a lograr, para terminar sospechados de haber sido jefes de una asociación ilícita. Antes de confiar hay que aprender a desconfiar.


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