Una fiebre muy neuquina

Por Héctor Mauriño

La fiebre de las usurpaciones de viviendas puede parecer un hecho relativamente novedoso, pero en realidad es como un final a toda orquesta. Un paradigma del modelo de acumulación política del MPN -la vivienda- ha terminado haciendo agua por todos lados al compás de la transformación económica, el eclipsamiento del Estado asistencialista y la aguda crisis social.

Tal vez el propio gobierno todavía no lo advierta, preocupado como está por apagar a cada rato un incendio, pero la vivienda, la pieza más preciada del sistema asistencialista, que ha servido para mantener aceitada la maquinaria económica oficial, se ha convertido en una pesadilla difícil de manejar.

A diferencia de otras provincias, en Neuquén la totalidad de los fondos Fonavi se aplican a ese menester, ligado desde el origen a la maquinaria oficial. Se hacen casas modestas que muchos consideran muy caras y se entregan para satisfacer las necesidades clientelares sin mayor voluntad de cobrarlas: por cada cien pesos invertidos, el IPVU sólo recupera 30. Además de ser un negocio ruinoso para el Estado, este último aspecto, sumado al inocultable móvil político del gobierno, constituye el peor de los ejemplos: afianza la idea de que esas casas «no valen nada». Y ya se sabe lo que hace todo el mundo con lo que nada vale.

Pero ahora el negocio está haciendo agua y para conjurar la ola de ocupaciones que desmienten la «paz social» que agita el discurso oficial, el gobierno ideó la poco feliz idea de adelantar la entrega de todas las viviendas terminadas o casi.

Se estableció así una especie de carrera contrarreloj y la acción se aceleró con el vértigo de un dibujo animado.

Mientras la policía a duras penas lograba contener a un puñado de usurpadores por aquí, el IPVU entregaba por allá, a las 11 de la noche y a la luz de una linterna, un grupo de casas a medio terminar a sus «legítimos adjudicatarios».

A más de patética, la imagen del señor Di Nenno entregando llaves sobre el capó de un coche en medio de un descampado, está en las antípodas de lo que un buen gobierno distribucionista puede aspirar. Si la vivienda es la pieza más excelsa -y cara- del clientelismo político, para entregarla hay que hacer mucha más alharaca que con una bolsa de comida. Se trata de que se note y no de que pase inadvertido que el gobierno hace obras y se preocupa por su gente. Pero no, las circunstancias han transformado esas anheladas ceremonias en cosa de clandestinos, hecha a la disparada y con todo sigilo, no vaya a ser que los temidos usurpadores se den cuenta.

Muchas de las viviendas entregadas de esta forma carecen de los servicios de agua, luz y gas. Algunas, inclusive no tienen los sanitarios y la mayoría está sin pintar y sin cristales. Desde luego, los adjudicatarios se han metido adentro igual, pero en buena parte de los casos eso les ha complicado la vida. Muchos han debido seguir pagando el alquiler de los lugares donde estaban ante la imposibilidad de mudarse totalmente a la casa sin terminar. Las familias se han dividido entre los que hacen guardia para evitar la ocupación y los que salen a comprar yerba a la esquina, y los gastos han aumentado. También, y aquí va lo peor, el temor se ha ido apoderando de esa gente que sin haber hecho nada ha pasado a ser blanco de la puja de los infatigables «ocupas», más pobres que ellos y que en su desesperación esperan cualquier oportunidad de hacerse de un techo, poco importa si el dueño es el IPVU o un «legítimo adjudicatario».

De esta forma, el gobierno ha desencadenado un enfrentamiento entre pobres de consecuencias impredecibles. Eso ocurrió en las casas aledañas a las 55 viviendas de San Lorenzo y alcanzó su expresión más grave en Confluencia, donde pasaron cosas terribles y el temor quedó flotando en el aire. Todo esto sin duda dista de contribuir a la buena imagen del oficialismo, a incrementar su predicamento en año electoral y a afianzar sus sueños de exportar el modelo.

El gobierno ha insinuado que algunos de sus enemigos -la CTA, ciertos grupos de la izquierda e inclusive la Alianza- fogonean los desmanes. Pero todo el mundo sabe que ésa es una excusa. Obviamente que el activismo está allí donde hay conflicto, pero el problema no son los activistas sino el ejército de menesterosos que la crisis ha arrojado a la calle. También, la ceguera del gobierno para ver que no estamos en Suecia. Vivir sin trabajo es posible: están las «changas», el subsidio o la bolsa de alimentos; pero no se puede pagar un alquiler o vivir sin techo cuando además hay niños.

Además, en los últimos años esa fábrica de chorizos caros e incobrables que es el IPVU, ha venido construyendo cada vez menos casas, mientras crecían la población y el desempleo. Es la crisis y la desesperación las que hacen al usurpador y no su contacto con el activista que cree tener la revolución a la vuelta de la esquina. Y es el mal diagnóstico oficial el que acrecienta los riesgos para la «paz social» y alienta la guerra entre pobres.

Después de entregar todas las casas que le quedan a sus legítimos adjudicatarios, ¿qué hará el gobierno? Después de construir cada platea y antes de levantar la primera hilera de ladrillos, ¿instalará un guardia armado para evitar que la «unidad habitacional», aún nonata, sea irremediablemente usurpada?

Más preocupado por su iluminado proyecto exportable que por otra cosa, el gobierno ha venido actuando en todo esto de contragolpe (la iniciativa la tiene el vértigo usurpador), pero acaso si analiza más cuidadosamente este pésimo negocio -hacer casas caras que financia toda la sociedad y entregarlas en la oscuridad a gente que no las pagará nunca, para en definitiva quedar mal- probablemente llegue a la conclusión de que ya no le conviene más.


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