Una foto

Por Jorge Gadano

Vaya usted al diario «Río Negro» del jueves pasado, busque la página dos y encontrará allí, abajo y a la derecha, la foto de un niño. Es un niño afgano que huye de la guerra. El niño de la foto interroga.

Parece triste, temeroso, angustiado. Y pregunta qué será de él. La crónica lo presenta como un refugiado, pero tal vez no lo sea aún. Es posible, casi seguro, que sólo esté buscando un refugio, en tránsito hacia alguna parte, esperando que sus padres, si los tiene, lo lleven de la mano hacia la vida, escapando de la muerte. Allá, en Afganistán, se puede morir por las bombas, el hambre, el frío, o de enfermedades que en los países ricos se curan fácilmente.

Los expertos en salud pública -de la Organización Mundial de la Salud, de la Oficina Sanitaria Panamericana- se ganan la vida, bastante bien, publicando los índices de lo que llaman, en una larga palabra inventada por ellos, morbimortalidad. O sea, índices de enfermedad y muerte. La pregunta es: ¿ven la foto de este chico que interroga? Puede que sí, que la hayan visto, y que hayan dado vuelta la hoja sin detenerse a cruzar sus miradas con la de este chico que interroga.

No pueden hacerlo. Ellos sacan los índices y después escriben artículos. Ese es su trabajo. Si se detuvieran a mirar a cada chico como el de la foto no podrían trabajar. Para vivir hay que aprender a ser insensible, escaparle al dolor convirtiéndolo en números. Como los pilotos que disparan los misiles. Ellos no ven nada. El que arrojó la gran bomba en Hiroshima no vio más que el hongo recortado sobre el cielo azul. Una obra de arte. Es, casi, como cuando uno desoye la letanía de los que piden. Madres con niños envueltos en un ropaje sucio sentadas en la vereda, nenitas que se asoman a la ventanilla del auto, manos que se tienden, la palma abierta por todas partes. Uno les da una vez, quizás dos. Después ya no. Lo que hace es incorporarlos al paisaje urbano.

Ese chico de la foto a punto de llorar (¿no pudo esperar el fotógrafo a que rodara una lágrima sobre esos cachetes rosados?) camina mucho. Por su aspecto parece que comía bien, pero en estos días hay dificultades para acercarle alimentos. Por los bombardeos. La Cruz Roja pidió que paren los bombardeos porque se está acercando el invierno y entonces será más difícil llevarle comida a ese chico.

Con todo, ha tenido suerte. En Kadam, una aldea, otros como él no pudieron escapar a las bombas. Cinco hijos de Toray, un campesino, murieron. También la esposa. Dicen despachos de la agencias occidentales basados en imágenes de la cadena de televisión árabe Al-Jazeera que vieron niños sin piernas, mutilados, huérfanos. Son, dice el despacho, los «errores» de Washington. En Kadam no hay bases militares. El Pentágono «lamenta la pérdida de vidas humanas». Qué se le va a hacer.

¿Acaso chicos como el de la foto, que interrogan con la mirada, se encuentran sólo en Afganistán? Claro que no. En la Argentina es peor, porque los mata la policía, la «maldita» policía del gobernador Ruckauf, el mismo que exhortó a «meter bala». En el conurbano bonaerense no hay bombardeos, ni masas de gente que huye hacia las fronteras. Los chicos de allí buscan la sobrevivencia en lo que se llama el «choreo». Son ladrones precoces. El Ministerio de Seguridad de la provincia informó en setiembre que la policía detiene a 40 menores por día. Son los que tienen la fortuna de que la policía no los mate en un «enfrentamiento». Van a dar a una comisaría donde los humillan, los golpean, los picanean. Y si cuando son puestos en libertad denuncian lo que les pasó, la policía los mata. La Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires planteó hace algunos días que 60 adolescentes fueron víctimas del terrorismo oficial.

El escándalo hizo que Ruckauf cambiara al ministro de Seguridad, pero la matanza no conmovió a nadie en el gobierno bonaerense.

En la ceremonia de asunción del nuevo ministro, Juan José Alvarez, hubo plácemes y risas. Alvarez declaró: «No quiero ningún menor detenido en las comisarías». ¿Y dónde los quiere? ¿los quiere? En esta nota el texto se lleva menos espacio que el habitual. Es así para cederle el sobrante a la foto del chico afgano que nos mira.


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