Una grúa por ahí

SAN CARLOS DE BARILOCHE (AB).- Podría decirse que -como las de Buenos Aires- las callecitas de Bariloche tienen un «qué sé yo» personal e inclasificable. Aunque en este caso nada tiene que ver la poesía tanguera. El sello propio en esta pequeña metrópoli está dado por un tránsito endemoniado donde las reglas, si existen, son letra muerta. Y tornan cualquier paseo por el microcentro en algo tan azaroso y excitante como la mejor excursión de turismo-aventura.

La particular traza urbana de Bariloche y la compresión de su área comercial generan en momentos de alta temporada turística una densidad de vehículos por metro cuadrado que bien podría competir con la de cualquier capital primermundista.

La peor elección posible (cualquiera lo puede deducir) sería alimentar ese cuadro con mala señalización, controles precarios y ausencia de sanciones. Sucede que justamente ésa es la política aplicada desde hace años por los gobiernos municipales que al mismo tiempo gastan el discurso de embellecer la ciudad y mejorar la atención al turista.

Ese trillado objetivo sería suficiente motivo para encarar decisiones más drásticas para fiscalizar mejor y conseguir un tránsito ordenado. Pero a decir verdad, debería sobrar con la vocación por asegurar una mejor calidad de vida a los propios barilochenses. Visto en perspectiva, el del tránsito puede ser un problema menor, pero es un síntoma representativo de la falta de prioridades claras y el déficit de gestión que vienen arrastrando los sucesivos gobiernos municipales.

Es cierto que en el fondo existe un problema falta de educación y de sentido comunitario, y que la díscola conducta de los automovilistas encuentra campo abierto en la insuficiencia y la arbitrariedad de los controles. Pero también hay turistas que no viven todo el año en este particular microclima cultural sino en ciudades o países donde las reglas se cumplen, pero aquí no tardan en sumarse al festivo carnaval de transgresiones.

Los inspectores cumplen con la monocorde tarea de dejar actas de infracción en los parabrisas, pero no consiguen ningún cambio de conducta. Basta con recorrer el Centro Cívico -donde está vedado estacionar- y comprobar que a cualquier hora son decenas los autos que desafían la prohibición y convierten la postal en una playa de estacionamiento.

Lo mismo ocurre frente a la intendencia de Parques Nacionales y en la plaza Belgrano, donde nace la Avenida de los Pioneros. O en la calle San Martín, donde la doble fila de colectivos es un clásico de cada mañana.

Las autoridades confiesan impotencia frente a la poca disciplina de los conductores. En pleno febrero, con la ciudad atestada de visitantes, 17 de los 22 inspectores de tránsito están de vacaciones. El responsable de esa área, Carlos Catini, se reunió con directivos de la Cámara de Comercio y los pidió «colaboración» porque se propuso poner en vigencia desde el 1 de marzo el nunca respetado horario de carga y descarga de mercaderías.

Puede interpretarse que la simple solicitud como tal desnaturaliza todo. ¿Qué pasaría si la respuesta no fuera la esperada? ¿y si el transportista o el comerciante no «colaboran», qué cabe esperar? Que siga todo como hasta ahora. Otra excusa muy escuchada fue que Altec SE no cumple con su obligación de poner una grúa para remover los vehículos en infracción.

Desde la empresa aseguraron que la esperada camioneta levanta-autos estará rodando esta semana. Pero alguno de sus voceros también deslizó que los remilgos se deben a que el costo operativo es alto y no se recupera con el «derecho de acarreo» de 60 pesos que pagarán los pescados en falta.

Esa sola referencia marca hasta dónde llegan las consecuencias indeseadas del Estado ausente, que lleva cuatro años sin reclamar la grúa ni imponerla por iniciativa propia. La grúa debería tener categoría de servicio público, de herramienta indispensable para ordenar el tránsito, y no ser una fuente de recursos.

Pero nadie quiere pelearse en la calle con los dueños de los autos removidos. Las demoras con la grúa, las reuniones con la CCI y el detalle de los inspectores de vacaciones dan muestras de que en el gobierno municipal, antes que la dificultad para abordar un problema arraigado y complejo, predomina la voluntad de alivianar los controles y abrir espacio a un fatal laissez faire.

Con políticas de vuelo tan bajo, es ocioso pedirle a los funcionarios un poco de planificación. Si se permitieran evaluar seriamente qué cosas necesita la ciudad para ser viable, seguramente la única alternativa pasará por desalentar el uso de los autos en el microcentro y crear más espacios de tránsito peatonal. Pero eso exigirá invertir en infraestructura, en campañas de educación y en una estructura eficiente de control y sanción.

 

Daniel Marzal


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