Una niñez ultrajada

Claudio Kielmasz vivió el fin de su infancia con toda su familia hacinada en una pieza, en la calle ciega cercana a la escuela de Cuatro Galpones, entre las chacras. A la decadencia económica de la familia sobrevino la decisión de su madre de irse a vivir a Cipolletti. Para él fue un abandono, y la causa de lo que durante años fue su gran secreto. Tenía 11 años cuando apuntó con un arma a dos chicas, antecedente nunca revelado hasta ahora.

En la edición de mañana:

Ultima parte: las conclusiones de la investigación sobre los asesinatos que conmovieron a la región en los últimos años.

Por Alicia Miller

Para Claudio Kielmasz, la infancia es sinónimo de pobreza, de abandono y de las distintas formas que asume la violencia. Mucho de aquello sigue vivo en el adulto que es.

Las cosas no fueron tan mal hasta que cumplió los siete años.

En los años anteriores su padre, el «Polaco» Antonio Kielmasz, había probado suerte con un negocio en Los Catutos, cerca de Zapala. Se vinieron al Valle para estar mejor, pero las cosas no fueron como esperaban.

El «Polaco» consiguió trabajo para cosechar uva en el establecimiento Canale, de J. J. Gómez, en 1975, y al tiempo había logrado que lo designaran como sereno.

Vivían allí mismo, en una buena casa, aunque eran unos cuantos. Su mujer, bastante más joven que él, tenía varios hijos de apellido Torres, de un matrimonio anterior, y la familia se había aumentado con Daniel, Claudio y Luis Kielmasz.

A su padre lo despidieron en 1982 porque faltaron 80 litros de combustible y lo responsabilizaron de la falta.

Años después, le ganó el juicio laboral a la empresa, pero de todos modos, aquello marcó la decadencia.

Hoy, resulta llamativo saber que el abogado que patrocinó a Antonio Kielmasz en aquella causa laboral es Juan Torres quien muchos años después, como juez Penal, sobreseyó a Claudio de la acusación por el homicidio de Yanet Opazo.

Desde que los Kielmasz salieron de Canale, las cosas fueron de mal en peor para toda la familia: Ya no hubo casa sino una pieza de ladrillos en la calle ciega bautizada con algo de ironía como «Mar del Plata», cerca de la escuela N°35 de Cuatro Galpones.

Primero, el «Polaco» le alquiló un almacén algo respetable a un tal Fuentes.

Pero las cuentas no le daban y tuvo que «achicarse». Puso por su cuenta una despensita en un predio de propiedad de Campos. En realidad, era sólo una reventa informal de algunos productos comprados en el pueblo.

Casi en el mismo sitio, criaba cerdos, lo que daba un marco de olor y suciedad.

De allí, Claudio Kielmasz sólo recuerda el frío, la mugre, la chatarra que juntaba su padre y las palizas de las que se escapaba con sus hermanos mayores después de robarle mercadería.

Lirina Prosperina Duarte, su madre, se cansó pronto de la mala vida en la calle ciega.

El «Polaco» tenía mal carácter y ya ni se lavaba. Aún hoy, al recordarlo, los que fueron sus vecinos aluden a la suciedad como primer dato relevante de su personalidad. Cuando estaba de mala, le decía a quien quisiera oír que Claudio no era hijo de él, aunque quienes lo conocían veían que el chico era su misma pinta.

Los muchachos Torres ya se metían en líos y peleas en la zona.

Luis, más conocido como «el Gordo», no sufría las dudas del Polaco, pero tampoco conseguía evitar alguna paliza cuando cedía a la tentación de comer mercaderías del boliche. Concurría a los talleres de la escuela EMETA, a dos kilómetros de su casa, pero su falta de higiene y el olor a los cerdos que criaba su padre era tan fuerte, que sus compañeros pedían que no subiera al colectivo y ni se le acercaban. Las otitis purulentas lo acompañaban tanto como los vahos.

«Nos corrió otra vez», decían Luis y Claudio con frecuencia al apelar a la hospitalidad de algún vecino para pasar una noche. El «Polaco» andaba de mal humor.

El único que ayudaba en el negocio a su padre era Daniel.

Prosperina Duarte empezó a viajar seguido a Cipolletti, para asistir a una iglesia evangélica, y enseguida se quedó a vivir allá. Venía poco a Cuatro Galpones. Y a veces sus hijos la iban a ver por unos días, y volvían a regañadientes.

El abuso

Claudio recuerda claramente aquella época.

Entre los ocho y los once años, a la decadencia económica de la familia le siguió la partida de su madre, que él vivió como un verdadero abandono y como causa de lo que, durante años, fue su gran secreto: su padre comenzó a abusar sexualmente de él.

Todo esto fue marcando a fuego su personalidad taciturna e introvertida.

Muchos años después, se lo contó a los psicólogos que lo entrevistaron. Ya estaba detenido, acusado de haber dado muerte a las hermanas María Emilia y Paula González y a Verónica Villar.

Para los psicólogos de la Justicia, los abusos sexuales a que fue sometido en aquel tiempo fueron los causantes de que tenga una «personalidad inmadura con rasgos psicopáticos». A eso atribuyen también que tenga gratificación sexual con uno u otro sexo, que asuma a veces una «máscara de desprotección», pero que su característica esencial sean las conductas omnipotentes, autoritarias, sádicas y perversas.

En la escuela, nadie se dio cuenta de nada.

Los maestros lo recuerdan como un chico callado, introvertido, tranquilo, excesivamente preocupado por la limpieza de su ropa y poco dispuesto a jugar con sus compañeros.

«Andaba con camperita de cuero negra, camisa blanca, pantalón de vestir, mocasines. Nada que ver con el resto de los chicos de las chacras». «Siempre andaba solo, leía el diario y comentaba alguna noticia». «Decía que se quería ir a vivir a Cipolletti, y que se iría», cuentan quienes lo conocieron en las aulas.

Es probable que un psicopedagogo pudo haber detectado conductas poco habituales para su edad. Por ejemplo, que su negativa a jugar al fútbol con el resto de los compañeros no obedecía a un cuidado especial por su ropa sino a la introversión que suelen mostrar los chicos que son abusados sexualmente en su hogar. Pero en las escuelas de chacras no hay equipo interdisciplinario.

A veces mostraba actitudes irascibles, pero contenidas. Era cuando lo retaban en la fila. Agachaba la cabeza e insultaba por lo bajo.

Fuera de la escuela, en cambio, daba rienda suelta a su malhumor. Con frecuencia se peleaba con chicos de los alrededores, o robaba gallinas o herramientas de las chacras.

Fue en esa época en que comenzó a romperle los vidrios a pedradas a los colectivos.

Todavía hay quien lo recuerda, agazapado entre los álamos, y esperando que pasara «La Balsa» de las 21.30 por la calle rural de Cuatro Galpones. Algo como omnipotencia sentía tal vez Claudio cuando los vidrios volaban por el aire y el colectivo se alejaba entre una nube de tierra.

El sargento primero Silva, que desde años patrulla la zona, tuvo que acudir más de una vez desde la subcomisaría de J. J. Gómez hasta la calle ciega por denuncia de algún vecino contra el «Loco» Claudio Kielmasz y alguno de sus hermanos. Peleas, casi siempre.


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