Una vida espantosa, un desenlace brutal

NEUQUÉN (AN).- Julio Aquines lleva 10 años preso y tiene la esperanza de que antes de cumplir otra década tras las rejas obtendrá la libertad condicional. Lo condenaron a prisión perpetua por homicidio calificado por alevosía, pero no le aplicaron la accesoria de reclusión por tiempo indeterminado.

Quienes lo han visto en la Unidad 9, la cárcel federal donde pasa sus días, dicen que su aspecto es saludable y que, en general, está tranquilo.

Aquel 14 de noviembre del 98, después de cometer la masacre del Limay se fue a su casilla, en el asentamiento del barrio Valentina Sur, buscó a su pareja y la llevó a bailar. Regresaron de madrugada, él se acostó a dormir, y lo despertaron al mediodía los policías que lo detuvieron. En su terreno hallaron las mochilas y elementos de pesca que les había robado a sus víctimas.

En el juicio oral se conoció la espantosa vida que sobrellevó hasta cometer la masacre. Es difícil de explicar por qué ninguna red de contención social lo detectó antes de que fuera tarde.

A los 2 años de edad su madre le suministraba Valium (recetado por una médica) porque no la dejaba dormir. A los 8 años empezó a inhalar pegamento. A los 10 abandonó su casa. A los 12 ya era un alcohólico, a los 13 tuvo el primero de sus siete hijos, y a los 17 acumulaba cinco intentos de suicidio. Fue víctima de abusos sexuales, registró 30 entradas en las comisarías y su propia madre le pedía a los jueces de menores que lo mantuvieran preso.

«Sufro de los nervios y de dolores de cabeza. Cuando me dan esos ataques me pongo violento y tengo ganas de golpear», dijo ante los jueces.

El defensor oficial de entonces, Eduardo Goncevatt, pidió que lo declaren inimputable. Fue uno de los pocos psicópatas clínicamente declarados que llegó a juicio oral. El fiscal del juicio, Jorge Otegui, reclamó perpetua más reclusión por tiempo indeterminado.

La condena la dictó el 29 de noviembre de 1999 el tribunal integrado por Roberto Fernández, Jorge Sommariva y Cecilia Luzuriaga.


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