Verdad y mentira sobre los cuentos de gallegos

Un pueblo que fue condenado a cien años sin instrucción por Isabel I

Existe una historia poco conocida, no escrita ni documentada, de un pueblo injustamente estigmatizado y objeto de insolentes bromas: el pueblo gallego.

Pocos, por no decir ninguno, de los que inventan y comercian con esos chistes absurdos, y de los que los difunden, tienen conocimiento sobre el origen de la injusta leyenda que pregona la inferioridad mental del gallego. Esa ignorancia es la que les hace tomar por ciertas, las falaces características que se atribuye a los naturales de Galicia.

El estigma no sólo existe en esta parte de América, poblada por cientos de miles de gallegos -algunos iletrados, pero la mayoría inteligentes, y sobre todo honestos-, sino que existió hasta mediados del siglo pasado también en el resto de España. Y eso ocurrió a partir de que el gallego debió abandonar sus graciosos y verdes paisajes para trabajar en la ruda y tórrida meseta castellana; en los tristes talleres textiles de Cataluña, o en las oscuras minas vascas y asturianas.

En su dulce prosa, Rosalía de Castro se lamentaba de las penurias que pasaban los inexpertos mozos gallegos en tierras extrañas, pero nunca guardó rencor para Castilla o las tierras de ultramar, porque no fue Castilla culpable de la actitud rencorosa de sus reyes, como no fue responsable el pueblo gallego de la elección que en su momento hicieron los señores feudales.

Isabel I, o «La Católica», como mejor se la conoce, era media hermana del rey Enrique IV de Castilla, también llamado «el impotente», y se casó a los 18 años con Fernando de Aragón, con la noble ambición de unir algún día ambos reinos y procurar la reconquista de España, todavía, en parte, en poder de los islámicos. Cuando murió Enrique IV, en 1474, los nobles castellanos y aragoneses, capitaneados por Isabel y Fernando, decidieron cuestionar los derechos de Juana «La Beltraneja» -para ellos hija ilegítima de Enrique IV- para sucederlo en el reino de Castilla, y coronaron a Isabel en Segovia.

La legitimidad de «La Beltraneja» y su derecho al trono de Castilla fue sostenido por el rey Alfonso V de Portugal, y por los señores feudales gallegos, cuyo señorío y poder llegaba en aquel entonces hasta las puertas de Avila.

Inteligente y cruel, «La Católica» logró derrotar a los gallegos y decapitar a sus jefes, pacificando todo el Norte de España, eternamente castigado por los conflictos de intereses que enfrentaban en guerras interminables a los señores feudales. Se puede agregar a los de inteligente y cruel, el calificativo de vengativa, para «La Católica», que castigó la posición que asumieron los nobles gallegos en cada uno de los naturales de esa tierra.

«Cien años sin instrucción para Galicia», se afirma que fue la sentencia no escrita de Isabel -ya que no quedan más que testimonios trasmitidos por tradición oral-, que a la postre sumergió a Galicia en tres siglos de tinieblas. La oscuridad sólo fue interrumpida en forma esporádica por la aparición de los padres Cernadas, Martín, Sarmiento, y Benito Feijoo, al comenzar el siglo XVIII, que anunció el renacimiento de la inteligencia y la intelectualidad en Galicia.

Isabel creó la Santa Hermandad y estableció la Inquisición; expulsó de España a los judíos, moros y gitanos, y los amenazó con la pena de muerte si regresaban. Y algunos, en 1992, tentaron su canonización por los 5 siglos del Descubrimiento. Se le debe reconocer en cambio, que logró la unidad territorial y política a partir de la reconquista de Granada; que pacificó España y terminó con la anarquía de los nobles que se alzaban en armas por cualquier circunstancia; que estableció tribunales en todo el reino, suplantando la autoridad suprema del señor feudal y aquel grosero derecho de pernada, y que con su aguda visión hizo posible el descubrimiento de América.

Galicia pasó de tener 7 provincias a las 4 que se conocen en la actualidad, y por imperio de Isabel, no tuvo presencia en las Cortes, más que por la representación de Zamora. Pero la venganza de los Reyes Católicos habría de prolongarse más allá del siglo de castigo, para desgracia y vergüenza del pueblo gallego, y un hijo de gallega, Miguel de Cervantes Saavedra, no hubiese podido escribir su inmortal «Quijote», si la familia de su madre no hubiera emigrado a Castilla.

Mano de obra barata

El vientre prolífico de la mujer gallega, y la institución del mayorazgo obligaba a los demás hijos a buscar otros horizontes para no volver a repartir los minifundios, característicos de Galicia. La casa y la huerta era para el mayor, y si el resto no lograba casarse con un heredero preferencial debía pasar su vida como jornalero.

Esas circunstancias impulsaron a los gallegos a emigrar hacia todos los confines de la tierra, buscando un futuro, o simplemente un empleo en que ganarse la vida. Y los empleos que se ofrecía a los gallegos siempre fueron los más ingratos, y a veces los menos remunerados.

La falta de instrucción hacía que las mujeres y hombres gallegos debieran aceptar los oficios más modestos, y así en varias zarzuelas y sainetes se puede comprobar que casi siempre es gallego el sereno, el aguador o el mozo de cordel, como si no nunca hubiera servido para desempeñar tareas de responsabilidad.

El ansia de superación y la ambición del hijo doctor, o por lo menos letrado, impulsó a los gallegos hacia el cuentapropismo, en forma preferente al almacén, quizá en previsión de las ancestrales hambrunas que padeció su pueblo. Claro que la prioridad para ellos fue la construcción de la vivienda familiar, y en ese empeño y la cultura del ahorro sacrificaron todo anhelo de realización personal.

La postración literaria de Galicia

Aunque la orden no está escrita ni registrada como documento, los más de tres siglos de postración literaria y de abandono de la más elemental instrucción pública que experimentó Galicia, se demuestran con la ausencia total de obra alguna durante el Siglo de Oro de las Letras Españolas, aún cuando el gallego ha sido y es, excelso en la creación literaria.

Durante el largo período en que no se permitió a los gallegos expresarse en su lengua, ni publicar periódicos en su idioma, la tradición se mantuvo en la diáspora y en los claustros universitarios, donde era distinción de cultura y abolengo que los estudiantes y profesionales hablaran en gallego.

El castellano irrumpió en las escuelas como imposición de un gobierno centralista y produjo atraso y daños irreparables en el lenguaje del aislado poblador rural, deseoso de explicarse -torpemente- en un idioma que no era el suyo.

Y así surgió la «geada», un fenómeno que aún hoy estigmatiza al gallego. No hay palabras con jota en el abecedario ni el vocabulario gallego. Cuando se los obligó a hablar en castellano, muchos comenzaron a llamar jato al gato, y gabón al jabón.

El resurgimiento de la intelectualidad en Galicia, de la mano de la estudiosa Concepción Arenal, la erudita Emilia Pardo Bazán y la doliente Rosalía de Castro, avanzado el siglo XIX, dio a la humanidad tesoros invalorables de contenido científico, artístico y literario. Hoy puede decirse que dos de las mayores glorias vivientes de la literatura castellana: Gonzalo Torrente Ballester y Camilo José Cela, son también gallegos.

Serafín Santos


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