Verdes del Valle y rojos de España

Andaluza de nacimiento, Ana Ortega lleva los verdes del Alto Valle en el alma, en los recuerdos de su infancia y en sus comienzos en la plástica. Hasta el 23 de este mes expone sus "Sentires" en el Centro Cultural Recoleta de la Ciudad de Buenos Aires.

Por JULIO PAGANI

Pintora, señora nacida en Granada, una andaluza bella que tomó el legado de su padre en la plástica, pasó por el Brasil y recaló en el Valle con su familia. Desde General Roca y luego en Capital Federal donde reside, la carrera de Ana Ortega se concentró en la pintura basada en vivencias que se convirtieron en expresión de colores. La vimos hace unos años en su muestra del Palais de Glace y ahora presenta en el Centro Cultural Recoleta esas grandes dimensiones, esos paisajes del cuerpo que restallan de colorido. Ella la llamó «Sentires», casi una apelación al flamenco y la pasión.

– ¿Podés reiterar una síntesis de tus vivencias?

– Ya lo habíamos hablado, pero puedo decirte que me recibí en el que fue el Instituto Superior de Servicio Social, allá en General Roca, puedo decirte del buenísimo recuerdo de los Marcilla o de Carmen Rajneri que fue mi compañera, en realidad de todos los Rajneri, que eran una familia que influyó mucho en la cultura del Valle, fueron pioneros y Roca especialmente les debe muchísimo.

Recuerdo siempre aquellos lugares, allí empecé a pintar, todo comenzó con mi padre, egresado de la escuela de Artes y Oficios de Granada, que hizo su primera muestra de pintura cuando vino la guerra, y se alistó… con el tiempo se dedicó a pintar coches, así fue conocido en Río Negro como «el gallego Fregenal». Pero allí está todavía parte de mi familia, como mis hermanas, Carmen Boreán -casada con Eduardo Boreán de Villa Regina- directora de colegio y Margarita Alcolea.

Luego están mis estudios con maestros como Demirjian, Yuyo Noé o Guillermo Roux y mi decisión de hacer mi trabajo personal. Porque lo que pasa con el material y el artista tiene que ver con la personalidad de cada uno. Por ejemplo el óleo es como si fuera música clásica y el acrílico como el jazz. Fue así que el campo de la pintura se fue abriendo para mi expresión. No tanto las técnicas digitales, la máquina y la pintura. Siento la necesidad de no tener intermediarios, quiero entrar directo a la tela.

– ¿Cómo fue ese trayecto en la plástica?

– Ante todo, la figura humana ha sido la base de mi obra, porque tengo una formación humanista que me conduce al hombre. Se trata en principio de la figura con volumen, planos lisos y diagonales. Los planos para mi funcionan como espacios en tanto la figura humana le da esa definición. De todas maneras creo que la formación debe ser académica, porque para transgredir una norma tenés que saberla primero. Hay un lenguaje plástico que se da en todas las formas de expresión, y se sabe cuando es bueno o no. Claro que ahora hay algunos cambios en lo que hago, poco a poco fui suprimiendo el plano y las diagonales, entonces fondo y figura comienzan a fundirse, y trato de adjetivar con e color y recrear al hombre con el cuerpo, casi siempre desnudo, a partir de los sentimientos. Porque sin el protagonismo del hombre no existiría el arte, yo no pintaría.

Hago técnica mixta, uso tintas, acrílicos, óleo, utilizo todos los materiales que tengo a mi alcance, materiales que perduren para un resultado plástico. En cuanto a las dimensiones, el espacio de un cuadro tiene que ver con el pintor, lo mismo que los materiales que usa. Yo necesito el espacio porque tiendo al expresionismo. Mi último cuadro tiene 2,30m por 1,70, casi una pared. Pinto en grande por una necesidad interna. Es una obra muy jugada y tiende a la fuerza también por el color. Como soy andaluza hay rojos por todos lados -y también los verdes- lo que parece una plaza de toros.

La relación con los sentimientos

Ana Ortega tuvo a su favor una sala espléndida del Centro Cultural Recoleta, una caja blanca que alberga esos impactos de color, grandes dimensiones que son sus cuadros. Allí se lucen como secuencias de una escenografía de la vida y el hombre. Así fueron captados por las cámaras de «Cultura al día» el programa de cable, así son observados por una sorprendente cantidad de jóvenes.

La pintora siente que esta muestra es una inflexión dentro de su carrera, un escenario hacia nuevos desafíos, una suma más a su trayectoria por los salones nacionales, sus muestras en el Sívori, las colectivas, los salones municipales, las muestras del interior. Una suma que agrega prestigio a una obra que compran en el exterior -donde espera recalar, como materia pendiente- y que capta la atención de un turismo cultural cada vez más notable.

Ana Ortega sabe que la pintura está siempre, «mientras viva el hombre estarán las artes. Fijate que los pueblos se conocen no por sus guerras sino por el legado artístico», dice.

No reconoce movimientos en la actualidad como el impresionismo, surrealismo, informalismo o pop art. Ella se inclina a pensar que hoy es el reino de las individuales. «Hay múltiples formas de expresar, eso se ve en muestras y galerías, y se observa de todo, de lo muy bueno a lo regular y malo».

Ella continúa con lo suyo, como con sus alumnos en su taller de Recoleta. Para Ortega la pintura parece un imperativo vital, «uno se sube a la pintura y no sabe dónde va a terminar. Hacer un cuadro es un viaje, entrás a la tela y empezás a trabajar», dice la pintora que soslaya los croquis porque sería como copiarse a si misma. No le teme a los cambios, como Kandinsky que de ser figurativo, cuando vio un cuadro suyo al revés (que no reconoció) se enamoró de tal manera que pasó a ser abstracto.

Ana Ortega (casada con un psicoanalista, también del Valle) y con una hija escultora, reconoce que el porvenir está solo en la tela y su inspiración. Como la vida, esa tela que tejen las Parcas. El anclaje de su arte es esa figura desnuda, esos doce cuadros que cubren el inmenso recinto del Centro Cultural Recoleta, cuadros que cuentan sentimientos, el horror de lo bélico, la calma del mito, ángeles engañosos, cuerpos fundidos, tránsitos de la vida del hombre, como testimoniando los contrastes de la existencia.

No se olvida del Valle, reconoce que sus verdes los dicta aquella geografía. De todas maneras considera que «hay que ir más allá de la representación». Esto se traduce como evocación cuando dice: «Yo hago mi manzana, no la que está en el frutal, mi manzana tiene que ser mejor». (J.P.)


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