Vicepresidente e institucionalidad

El cumplirse cien días del actual conflicto entre el gobierno y las corporaciones rurales, Natalio Botana afirmaba que la política estaba dominada por la irresponsabilidad de los gobernantes, el contrapoder de la calle y los liderazgos de ocasión. Entendiendo la responsabilidad como obligación moral del gobernante para prevenir errores posibles derivados de sus decisiones, cargaba mayormente sobre el actual gobierno nacional. Pero también dirigía su opinión crítica a la dirigencia ruralista por la desmesura en sus acciones. Botana llamaba a contener el juego de las pasiones y señalaba el necesario camino a la mesura de la misma manera que lo había hecho Max Weber en 1919 cuando desde su atril de conferencista se preocupaba por su propio país jaqueado por el doble efecto de la revolución roja y la reacción blanca luego de la derrota en la Gran Guerra y la caída del Imperio Alemán.

En ese mismo ciclo de conferencias mencionado por Botana, el sociólogo alemán elaboró una de las líneas más citadas de toda su obra política: la idea de que la política combina dos racionalidades éticas, la de la convicción y la de la responsabilidad. Éstas, a su vez, marcan dos tipos de políticos: el «político de convicción», que orienta sus acciones por sus ideales aunque la consecuencia de estas acciones sea funesta para él o para los gobernados, los gobernantes y sobre todo para las instituciones que los contienen, y el «político de responsabilidad», que se guía por el cálculo de los resultados de su acción. Son dos «tipos ideales» y, como tales, modos de conducta que no se dan necesariamente de manera pura en la vida política real.

Aunque muchos consideraron a Weber una expresión del pesimismo liberal conservador y sus reflexiones, cargadas de cinismo, no hay en él una opción excluyente por el político responsable alejado de las convicciones. Señala en todo caso el drama del hombre de Estado que vive la tirantez y hasta la crisis de sus ideales confrontados con la realidad. Esa perspectiva ha sido tomada por la filosofía política del siglo XX, si bien dicha formulación cuenta con el antecedente de Maquiavelo, quien recomienda a Cosme de Médicis que los estados no se gobiernan con padrenuestros. También para distinguir la ética política de la privada. Por ejemplo, el italiano Benedetto Croce, desde un breve ensayo sobre «Ética y política» afirmaba que en la política las acciones tienen repercusiones mucho mayores que las del ámbito de lo privado. Es que el hombre político no actúa únicamente por sí mismo sino como representante o miembro de un grupo mayor cuyas opiniones y reacciones hay que tener en cuenta.

Conectando las dos referencias a Weber -la de Botana y la nuestra- debemos insistir en que el sociólogo alemán destacaba los atributos del político como una combinación de ambas éticas. Para ello reconocía tres cualidades: la pasión en la entrega hacia una causa, enemiga de toda vanidad; la capacidad de distanciamiento de las cosas y las personas y el tomar en cuenta la realidad tal como es. A partir de estas dos últimas cualidades es posible conocer los resultados con cierta antelación para remitir mayormente a las «responsabilidades». En cambio, la primera cualidad y parcialmente aspectos que derivan de la segunda nos llevan a la ética de las «convicciones».

Desde esta dimensión ya clásica de la ética política podemos observar la conducta del vicepresidente Julio Cobos. Y para ello también hay que dar cuenta de esa otra dimensión reclamada por muchos y poco atendida por los actores políticos con responsabilidad política: la institucionalidad. Hablamos desde el mismo lenguaje de Guillermo O'Donnell: las instituciones «están allí», regulando expectativas y comportamientos que no cuestionan su existencia socialmente dada; conceptos válidos para entender la institución «vicepresidencia» como parte de una esfera institucional mayor y unitaria que hace al Poder Ejecutivo.

Conceptualmente, en un régimen presidencialista es el Ejecutivo el que tiene derecho propio y, como tal, compite por el poder, que a su vez es compartido con los otros poderes. Que el vicepresidente tenga un asiento privilegiado y un voto de excepción -artículo 57 de nuestra Constitución- en una de las dos cámaras no lleva a la parlamentarización del presidencialismo, ya que éste es la voz del presidente en uno de los ámbitos formadores de las leyes. Por lo tanto, la vicepresidencia sólo puede ser analizada del lado del Ejecutivo.

El tercer punto de referencia necesario es la legitimidad popular expresada electoralmente a favor del presidente y su vice. Una cuestión formal refiere a la fórmula unitaria que es votada en elecciones libres; la otra cuestión destaca el grado de personalización de ambas figuras y la construcción del liderazgo para el propio régimen presidencialista. Aquí no es posible una legitimidad dual, en permanente disputa. Basta con la legitimidad en competencia entre el Ejecutivo y el Legislativo. En todo caso, resulta compartida pero con una contundente ventaja para quien encabeza la fórmula. Es cierto que en tiempos recientes la práctica de la coalición y la necesidad de que ésta tuviera una expresión más allá del Parlamento promovió una suerte de presidencialismo de coalición donde la fórmula presidencial se abrió paso a un liderazgo también compartido. A pesar de ello el motor del vicepresidente sólo se activa cuando ha dejado de funcionar el del presidente. Cuando un vice compite con el presidente aprovechando una situación parlamentaria de excepción está respondiendo a una lógica diferente de la del régimen presidencialista y en consecuencia abre un futuro de desconfianza y bloqueos mutuos.

Hay otro aspecto de la legitimidad que merece una rápida referencia. Hablamos de esa «legitimidad» propia de las democracias de audiencia construida bajo el escrutinio de los ciudadanos de la calle que lleva en muchos casos a la impugnación de toda autoridad política. Este tipo de democracia promueve una suerte de decisionismo invertido que se aleja de toda pretensión institucionalizadora para elevar en clave de héroe a quien rompe con el esquema institucional que lo contiene. Un vicepresidente que reclama para sí esa legitimidad está más cerca de un político de la oportunidad que de la responsabilidad.

Retomando la esfera de la ética política de acuerdo con ese sentido combinatorio de responsabilidad y convicción que nos planteara Weber, la desafección de un vicepresidente pone en duda la necesidad de una mayor institucionalización aun dentro de los márgenes que dan lugar a la necesaria flexibilización del propio régimen presidencialista.

GABRIEL RAFART (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Profesor de Derecho Político de la UNC


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