Vigencia universal de los derechos humanos
Por Aleardo Fernando Laría
Una de las batallas políticas más importantes que está librando en estos momentos nuestra civilización es la lucha contra el uso oportunista de los derechos humanos. En un momento donde la conciencia moral aparece sesgada por las visiones unilaterales, ideológicas, resulta esencial rescatar una visión en la que los derechos humanos se perciban como universales, es decir que pertenecen a las personas individuales, con independencia de la etnia, la clase social, el sexo, su lugar de nacimiento o las circunstancias políticas que los envuelven.
El gobierno de Fidel Castro ha frustrado -por el momento- el reencuentro familiar entre la neurocirujana cubana Hilda Molina Morejón con su hijo Roberto Quiñones, médico cubano residente en la Argentina desde hace diez años, casado con una argentina, con la que tiene dos hijos. Se vulnera así el derecho personal a trasladarse de lugar de una ciudadana cubana y se frustra un encuentro navideño entre una abuela y sus nietos que aún no conoce. Todo esto se hace sin que se alcance a percibir cuál es la trascendencia política que tiene el simple viaje al exterior de una abuela. En consecuencia, es comprensible que las personas sensibles a la vigencia universal de los derechos humanos consideren que el caso entraña una violación injustificada de esos derechos.
La misma sensibilidad por los derechos humanos han demostrado un grupo de diplomáticos y lores británicos que se unieron a científicos, abogados, filósofos y religiosos para instar al primer ministro, Tony Blair, a que publique un balance de muertos de la guerra de Irak. «Su gobierno está obligado, bajo el derecho humanitario internacional, a proteger a las poblaciones civiles durante las operaciones militares en Irak, y siempre se ha comprometido a hacerlo. Sin embargo, si no se cuenta el número de muertos y heridos nadie puede saber si el Reino Unido y sus aliados cumplen con estas obligaciones». Como es sabido, el balance de los 20 meses de guerra en Irak es muy polémico. En un informe de la revista «The Lancet», un grupo de investigadores de EE. UU. mencionó la cifra de 100.000 civiles muertos. Otro equipo de investigadores del «Iraq Body Count» cifran los muertos civiles entre 14.000 y 16.000.
Que las últimas guerras, protagonizadas por la OTAN o los Estados Unidos, hechas en nombre de la libertad, la democracia o los derechos humanos, han significado la más escandalosa violación de esos derechos, ya nadie lo pone en duda. En el conflicto armado contra Yugoslavia se destruyó toda la infraestructura civil (puentes, vías férreas, fábricas) para doblegar a Milosevic. Afganistán fue una guerra de venganza colectiva contra un pueblo identificado como culpable de un crimen en el que sus autores directos se inmolaron y el presunto instigador sigue vivo. Con el argumento civilizador 'ad usum delphini' se efectuaron bombardeos de alfombra sobre regiones enteras, sin que se conozca el número de víctimas civiles, dato que permanece aún secreto (algunos mencionan la cifra de 5.000 civiles muertos). En la guerra de Irak, hemos asistido recientemente a una operación de castigo colectivo sobre la ciudad de Falluja, por no mencionar los vergonzosos episodios de torturas en la prisión de Abu Ghraib.
La guerra representa la violación máxima de los derechos humanos. Por su propia naturaleza, es un instrumento que supone un uso de la fuerza desmesurado e incontrolado, con el propósito de derrotar al enemigo, pero que inevitablemente golpea también a la población civil (estadísticamente mueren 10 civiles por cada militar). Esa capacidad destructiva ilimitada hace que la guerra lleve implícita una violación masiva de los derechos humanos de poblaciones civiles inocentes. De allí que como señala Gino Strada, «la única verdad de las guerras es la que representan sus víctimas. Cada una de esas víctimas posee una cara, un rostro, un nombre, una familia, unos lazos afectivos y no son -como suele llamárseles- «efectos colaterales».
Hasta que no miremos sin prejuicios y preconceptos la universalidad de los derechos humanos y asumamos su defensa, sea quien fuere el violador, y lo hagamos aunque sea nuestro amigo político o ideológico, no habremos avanzado demasiado. Hasta que no abandonemos la necia costumbre, tan humana, de medir las cosas con diferentes raseros o varas, seguiremos instalados en una hemiplejía moral. Mientras sólo apreciemos la paja en el ojo de nuestros enemigos ideológicos o políticos, y no percibamos las vigas en los ojos de nuestros amigos y aliados, no tendremos una visión universal de los derechos humanos.
Mientras no percibamos que la guerra es terrorismo y el terrorismo es guerra, es decir que ambas metodologías responden a una misma razón instrumental: obtener ventajas políticas mediante el uso extorsivo de la fuerza, no habremos asumido la defensa universal de los derechos humanos. Porque sólo desde un racismo subyacente, es decir la percepción íntima y secreta de que existe una radical asimetría entre «nosotros» y «ellos», se pueden justificar las políticas de violación de derechos humanos y de muerte. El racismo, escribió Foucault hace años, consiste precisamente en eso, en introducir una distinción entre lo que debe morir y lo que debe vivir. Es la precondición, a base de la cual alguien se considera investido del sagrado derecho a matar.
Una de las batallas políticas más importantes que está librando en estos momentos nuestra civilización es la lucha contra el uso oportunista de los derechos humanos. En un momento donde la conciencia moral aparece sesgada por las visiones unilaterales, ideológicas, resulta esencial rescatar una visión en la que los derechos humanos se perciban como universales, es decir que pertenecen a las personas individuales, con independencia de la etnia, la clase social, el sexo, su lugar de nacimiento o las circunstancias políticas que los envuelven.
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