«Vuelo nocturno», pasada rasante por la Patagonia 

Fragmento de la primera novela que describe parajes de nuestra región.

Las colinas, bajo el avión, cavaban ya su surco de sombra en el oro del atardecer. Las llanuras tornábanse luminosas, pero de una luz inagotable: en este país no terminaban nunca de devolver su oro, como acabado el invierno, no terminaban nunca de devolver su nieve.

Y el piloto Fabien, que llevaba desde el extremo sur hacia Buenos Aires el correo Patagonia, conocía la proximidad de la noche por las mismas señales que las aguas de un puerto: por aquella calma, por aquellas ligeras arrugas que dibujaban apenas nubes tranquilas. Penetraba en una rada inmensa y feliz.

También hubiera podido creer que, en aquella calma, se daba un lento paseo, casi como un pastor. Los pastores de la Patagonia van, sin prisa, de uno a otro rebaño; él iba de una a otra ciudad, era el pastor de las pequeñas ciudades. Cada dos horas encontraba alguna que se acercaba a beber en el ribazo de un río o que pacía en la llanura.

A veces, después de cien kilómetros de estepas más desiertas que el mar, cruzaba una granja perdida, que parecía arrastrar tras de sí, en una marejada de praderas, su carga de vidas humanas, y entonces saludaba con las alas aquella nave.

-San Julián a la vista; aterrizamos dentro de diez minutos.

El radiotelegrafista comunicaba la noticia a todas las estaciones de la línea.

Se sucedían semejantes escalas a lo largo de dos mil quinientos kilómetros, desde el estrecho de Magallanes hasta Buenos Aires; pero ésta se abría sobre las fronteras de la noche, así como en Africa la última aldea sometida se abre sobre el misterio.

El radiotelegrafista pasó un papel al piloto:

«Hay tantas tormentas, que las descargas colman mis auriculares. ¿Hará noche en San Julián?»

Fabien sonrió; el cielo estaba calmo como un acuario y todas las escalas entre ellos les anunciaban: «Cielo puro, viento nulo». Respondió:

-Continuaremos.

Pero el radiotelegrafista pensaba que las tormentas se habían aposentado en algún lugar, como los gusanos se instalan en un fruto; la noche sería hermosa, pero estropeada. Le repugnaba entrar en aquella oscuridad próxima a pudrirse.

Mientras descendía sobre San Julián, con el motor al ralentí, Fabien se sintió cansado. Todo lo que alegra la vida de los hombres crecía hacia él: las casas, los cafetuchos, los árboles de la avenida. El parecía un conquistador que, en el crepúsculo de sus conquistas, se inclina sobre las tierras del imperio y descubre la humilde felicidad de los hombres. Fabien tenía necesidad de deponer las armas, de volver a sentir la torpeza y el cansancio que le embargaban -también se es rico de las propias miserias- y de ser aquí un hombre simple, que mira por la ventana una visión ya inmutable. Hubiera aceptado aquella aldea minúscula: una vez decidido se conforma uno con el azar de la propia existencia e incluso puede amarla. Te limita como el amor. Fabien hubiera deseado vivir aquí largo tiempo, recoger aquí su porción de eternidad, pues las pequeñas ciudades, donde vivía por una hora, y los jardines cerrados por viejos muros, que él atravesaba, le parecían eternos por el hecho de perdurar fuera de él. Y la aldea subía hacia la tripulación y hacia él se abría. Y Fabien pensaba en las amistades, en las chicas tiernas, en la intimidad de los blancos manteles, en todo lo que, lentamente, se hace familiar para la eternidad. Y la aldea se deslizaba a flor de alas, mostrando el misterio de sus jardines cerrados, a los que sus muros ya no protegían. Pero Fabien, después de aterrizar, supo que no habían visto nada, sino el lento movimiento de algunos hombres entre las piedras. Aquella aldea, con su sola inmovilidad, defendía el secreto de sus pasiones; aquella aldea rechazaba su dulzura: para conquistarla hubiera sido preciso renunciar a la acción.

Transcurridos los diez minutos de escala, Fabien reemprendió el vuelo.

Volvióse hacia San Julián: ya no era más que un puñado de luces, luego de estrellas, luego se disipó la polvareda, que por última vez le tentó.

«No veo los cuadrantes; enciendo».

……

Mientras tanto el correo de Patagonia abordaba la tormenta, y Fabien renunciaba a evitarla con un rodeo.

……

Fabien calculabas sus posibilidades: probablemente se trataba de una tormenta local, pues Trelew, la próxima escala, anunciaba de vivir veinte minutos apenas en medio de aquel negro hormigón. No obstante, el piloto se inquietaba. Inclinado a la izquierda contra la masa del viento, intentaba interpretar los confusos resplandores que se pueden percibir aun en las noches más espesas. Pero ni siquiera había resplandores. Apenas cambios de densidad en el espesor de las sombras o una fatiga de los ojos.

Desdobló un papel de rediotelegrafista:

«¿Dónde estamos?»

Fabien hubiera dado cualquier cosa por saberlo. Respondió:

-No lo sé. estamos atravesando una tormenta con la brújula.

– «¿Dónde estamos?»- le repetía el operador.

Fabien surgía de nuevo y reanudaba, apoyado a la izquierda, su vigilia terrible. No sabía cuánto tiempo, cuántos esfuerzos lo librarían de aquellas cadenas sombrías. Dudaba casi de verse jamás libre de ellas, pues se jugaba su vida sobre aquel pequeño papel, sucio y arrugado, que había desplegado y leído mil veces para alimentar la esperanza: «Trelew: cielo cubierto en sus tres cuartas partes, viento oeste débil.» Si Trelew estaba cubierto en sus tres cuartas partes, distinguirían sus luces por lo desgarrones de las nubes. A menos que…

La pálida claridad prometida más lejos lo impulsaba a proseguir; sin embargo, como las dudas lo acuciaban, garrapateó para el rediotelegrafista: «Ignoro si podré pasar. Pregunté si detrás de nosotros continúa el buen tiempo».

La respuesta lo dejó consternado:

«Comodoro anuncia: Vuelta aquí imposible. Tempestad».

Empezaba a adivinar la ofensiva insólita que, desde la cordillera de los Andes, se abatía hacia el mar. Antes de que hubiera podido alcanzarlas, el ciclón le arrebataría las ciudades.

-Pregunte el tiempo en San Antonio.

-San Antonio contesta: «Se levanta viento oeste y tempestad hacia oeste. Cielo cubierto cuatro cuartos». San Antonio oye muy mal a causa de los parásitos. Yo también oigo mal. Creo que me veré obligado muy pronto a recoger la antena debido a las descargas. ¿Dará media vuelta? ¿Cuáles son sus proyectos?

-Déjeme en paz. Pregunte el tiempo de Bahía Blanca.

-Bahía Blanca contesta: «Prevemos antes de veinte minutos violenta tormenta oeste sobre Bahía Blanca».»

-Pregunte el tiempo de Trelew.

-Trelew contesta: «Huracán treinta metros segundo oeste y ráfagas de lluvia».

Comunique a Buenos Aires: «Estamos taponados por todos lados, tempestad se cierne sobre mil kilómetros, no vemos nada. ¿Qué debemos hacer?

Para el piloto era aquélla una noche sin orillas, puesto que no conducía ni hacia un puerto (todos parecían inaccesibles), ni hacia el alba: la bencina se agotaría antes de una hora cuarenta. Así que, más pronto o más tarde, se vería obligado a descender como un ciego en medio de aquella espesura.

Si pudiera aguantar hasta el día.


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